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Chile - El TPP o cómo generalizar la Ley Longueira (y con la ayuda de los mismos)

Chile - El TPP o cómo generalizar la Ley Longueira (y con la ayuda de los mismos)

Por José Gabriel Palma, 8-3-16

Era difícil imaginar que podríamos llegar a ser un país donde los dos principios básicos que regirían nuestra vida política y económica serían el azar y la casualidad.

Primero, debido a que el desastre financiero internacional y la poca imaginación de la política económica de los países desarrollados ha llevado a que los dos precios críticos para nuestra estabilidad economía (el cobre y el petróleo) se muevan de manera casi fortuita (según sean las irritaciones de los especuladores frente a los vaivenes creados por el exceso de liquidez y escasez de activo financieros sólidos).

Lo segundo, porque todo indica que nuestro gobierno tiró la toalla al quedarse en lo fundamental sin programa ni energía; ya solo enfrenta problemas como le vayan cayendo. Y en su continua mala racha, le cayó, como un meteorito, algo de la magnitud del tratado de la Alianza del Pacífico, o TPP. Por pura casualidad, una decisión de esa envergadura, la cual va a comprometer el futuro del país por generaciones, cayó en el peor momento posible. ¿Qué hacer con eso cuando no quedan ni principios ideológicos sustantivos, ni voluntad para pensar en forma crítica, ni menos ganas de hacer otra cosa controversial, o jugársela por algo? La lógica dice entonces que lo mejor es minimizar las cosas, pretender que el TPP no es más que algo lacónico (algo puramente comercial), y declarar que es una mera reforma, inequívocamente positiva para el interés nacional.

La vulgaridad del soporífero humor político de algunos participantes del Festival de Viña reafirma la necesidad de que la clase política chilena haga algo por recuperar su reputación perdida. Nuestra democracia lo necesita en forma apremiante. Y entre las tantas cosas que tienen que modificarse para eso, es esencial subir el nivel del debate sobre materias cardinales para el futuro del país, como lo es el del TPP.

La clase política no puede pretender ser tomada en serio si al mismo tiempo una parte de ella debate temas de esta importancia con puras trivialidades. Con la llegada de marzo, es indispensable retomar la discusión de los temas relevantes a la firma e implementación del TPP; pero esta vez en la forma que se merece. De estos temas, aquí quiero enfatizar tres: ¿de qué se trata realmente el TPP?; el complejo problema de las lealtades (vs. sustancia); y tratar de rectificar al menos un par de desinformaciones que dan vuelta como verdades absolutas.

Para comenzar hay que clarificar de qué se trata realmente este tratado. El Jefe del Equipo Negociador del TPP nos baja la línea oficial: este tratado nos trae beneficios pues “abrirá oportunidades para que el comercio de Chile siga creciendo y diversificando su oferta exportadora”. Y luego agrega: “En el período 2009-2014, el comercio chileno del sector agropecuario, silvícola y pesquero con los países que integran el TPP tuvo un crecimiento promedio anual de 5,3%. En particular, de los más de 3 mil millones de dólares de exportaciones de fruta fresca al año, un 42% se dirige a esa zona. Entonces, una vez que se ponga en vigencia, esperamos incrementos en estas cifras”.

Aún si aceptamos su lógica, y pretendemos que este es un tratado fundamentalmente comercial, debemos insistir: ¿sí, pero qué medida específica ofrece el TPP para estimular esas exportaciones? ¿O las otras que ya existen? ¿Qué medida concreta brinda el TPP que no esté ya contemplada en los tratados comerciales ya suscritos con los otros 11 países del acuerdo? ¿Y en qué aspecto preciso del TPP se basa su hipótesis de que este tratado va a estimular la diversificación de nuestras exportaciones? ¿Vamos a seguir con un debate lleno de generalidades inmateriales solo por la ley del menor esfuerzo?

Como ya se sabe, para Chile es prácticamente irrelevante lo que ofrece el TPP en materia comercial, pues en lo fundamental los tratados anteriores ya nos dan lo que puede ofrecer el TPP, o se relaciona con productos que no exportamos (y que con nuestra inercia y baja diversificación productiva, y bajísima inversión, es bien poco probable que lo hagamos). Además −y a diferencia de lo que tanto se insiste− en el TPP lo relacionado a liberalización comercial es un apéndice marginal al conjunto del tratado.

¿Alguien realmente cree que estos 12 países habrían pasado más de cinco años negociado de esta forma, gastando todos los recursos que se gastaron, invirtiendo toda la energía que se invirtió, y negociando todo en el secreto más absoluto, para que los productores de arroz de EE.UU. tengan algo más de acceso al mercado japonés, los del azúcar de Australia al mercado de EE.UU., o los de de autopartes japoneses al TLCAN (o NAFTA)? ¿Y si lo comercial fuese lo sustantivo, a alguien se le hubiese ocurrido en su sano juicio dejar afuera (y a la fuerza) a la potencia comercial (exportaciones e importaciones) más dinámica del mundo? Como hacer una Champions League europea dejando afuera al Barcelona.

Como ya argumentaba en una columna anterior, el énfasis de vestir a este tratado con ropa que no le pertenece −con el atavío del libre comercio− no es más que un intento, y un tanto burdo, de pasar gatos por liebre. Pues como bien sabemos a estas alturas la mejor forma de pasar gatos por liebre es llamar al gato “libre comercio”. De igual forma que si alguien le preguntase a nuestro Svengali criollo, cuál sería la mejor forma de vender un auto de segunda mano en mal estado (y sin boleta), seguro que sugeriría: llámelo libre comercio.

No es que este tratado no tenga un componente comercial, es que ese aspecto es menor dentro del total, donde (entre muchos otros) predominan dos: lo que eufemísticamente se llama la “protección a la inversión”, y la elaboración de todo un sistema de resolución de disputas entre inversionistas y estados −en ambos casos entiéndase por inversión o inversionista tanto a los de verdad (una pequeña minoría), como también a toda ese engendro de especuladores, rentistas, traders y cuanto improductivo ha surgido en este merengue estéril que hoy día llamamos capitalismo− donde ganar plata haciendo algo socialmente útil es casi de mal gusto.

Peor aún, en lo relacionado al comercio internacional agrícola, un ejemplo justamente opuesto a lo que nos dice nuestro representante en el tratado (supuestos incentivos para la diversificación de nuestras exportaciones del ramo) es lo que podría pasar en la agricultura orgánica. El tratado podría perfectamente cerrarnos (en lugar de abrir) las posibilidades de transformarnos en país líder en esa materia, pues dificulta (si no hace imposible) políticas públicas para coordinar la inversión con el fin de cambiar el statu quo en esa (o prácticamente cualquier otra) materia.

Como nos dicen muchos especialistas, en particular por nuestro aislamiento geográfico, clima, calidad de tierras, etc., tenemos una oportunidad única de transformarnos en gran productor orgánico. En lenguaje de economista, si bien esta transformación no sería “una mejora de Pareto”, pues afectaría los intereses de un par de multinacionales contaminantes, todo el resto podríamos salir beneficiados.

Además de la ventaja inmensurable para la salud de los consumidores y la del medioambiente (argumentos en sí con caracteres de suficientes), varios estudios recientes muestran que la agricultura orgánica (y no solo porque beneficia la fertilidad de la tierra) puede ser perfectamente más rentable que la que usa productos químicos sintéticos, u organismos genéticamente modificados (y en muchos casos hay evidencia clara que lo es); y eso beneficiaría a los productores. A su vez, requiere más mano de obra, lo que beneficia a los trabajadores (junto a su salud). También tiene una demanda internacional mucho más dinámica que la de productos contaminados, lo que beneficiaría a nuestras exportaciones. Y por todo lo anterior, podría generar más de los tan necesitados recursos fiscales. Finalmente, y tema muy importante, este tipo de agricultura es mucho más resistente a los problemas creados por el cambio climático, como por ejemplo a las sequías que podrían transformarse en recurrentes.

Pero como en tantas otras materias, un cambio de este tipo no se puede hacer a menos que sea coordinado por políticas públicas. Pero si algún gobierno quisiese implementar ese cambio dentro del TPP, empresas como Monsanto nos pueden llevar a las nuevas cortes del tratado pidiendo compensación por todo lo que dejarían de ganar si la agricultura chilena se transforma coordinadamente en orgánica (única forma de hacerlo en forma efectiva). Y eso sería todo, pues daría lo mismo que ese cambio nos beneficie a todos los demás, pues fueron los lobbistas y abogados de empresas como Monsanto los que redactaron las partes relevantes del tratado. Y serían los jueces tipo-TPP los que en sus períodos alternos de trabajar para multinacionales como esa, se encargarían de aplicar la nueva jurisprudencia. ¡De ciencia ficción!

Este es el problema fundamental de este tratado: su objetivo central para países como el nuestro no es la liberalización comercial (ya casi absoluta en lo que es relevante para nosotros), sino el reducir nuestro espacio para hacer política económica a su mínima expresión: esto es, reducirlo al espacio que las multinacionales consideren como “tolerable”.

En el paraíso del inmovilismo daría exactamente lo mismo cuán democrática pueda ser una decisión de cambiar de rumbo −como en el área mencionada−; o en lo salarial (para terminar con nuestros salarios de ineficiencia); o en lo relacionado con el despilfarro grotesco de la renta de los recursos naturales (como en el caso del cobre); o en la salud (para terminar con la extorsión de las farmacéuticas, y la de la distribución de los remedios); o en la posibilidad de hacer política industrial (como una que castigue la exportación de productos primarios sin procesar, como en Asia); o en lo fiscal (para cambiar nuestra estructura tributaria, empresas y personas, y hacerla progresiva, como si fuésemos un país civilizado); etc. En todos estos casos, y muchos más, las multinacionales podrán levantar tarjeta roja cuando quieran, y ya sea impedir el cambio, o al menos pedir fuertes compensaciones por lo que consideren el daño (directo e indirecto) causado a sus intereses por dichos cambios de política (para un análisis más detallado de estos puntos, ver mi otra columna ya citada, en especial en lo relacionado con los daños “indirectos” que podrían sufrir las infortunadas multinacionales).

En lo fundamental, este tratado no es más que un vulgar cerrojo (a lo ley de amarre tipo horas terminales de la dictadura) para inmovilizarnos donde estamos −y ya no podría ser más claro que donde estamos es un pantano de ineficiencia y abuso que nos corroe por dentro−. El TPP no es más que un seguro para que todo siga igual, pues a diferencia de lo que dice nuestro ministro, el TPP es el que consolida el modelo rentista actual −ya que va a dificultar sobremanera la cirugía mayor que necesita−, cualquier cambio puede ser muy caro por la piñata de compensaciones que podría generar. Por tanto, los que están anclados en un modelo rentista son los economistas y políticos que quieren esta “reforma”, no los que se oponen a ella.

Peor aún, la nueva institucionalidad TPP nos puede incluso hacer retroceder en las pocas materias donde algo se ha avanzado; en EE.UU., por ejemplo, grandes agentes financieros ya se están preparando para usar al TPP como argumento legal para revertir la poca regulación financiera que ha hecho el gobierno de Obama (el Dodd-Frank). Y en nuestro caso, ¿qué tal si a las multinacionales de la educación no les guste que en Chile la educación universitaria no pueda tener fines de lucro? ¿O cualquier aspecto de nuestra educación pública que les restrinja su negocio? ¿Qué les impedirá llevarnos a las nuevas cortes Mickey Mouse para ser generosamente compensadas?

Otros países negociaron clarificaciones al respecto para ellos (por ejemplo, Singapur). Nosotros, los puristas, jamás. No vaya a ser que sufra nuestra impecable reputación de ser siempre el alumno que llega con la manzana al profesor. No por nada fue el gobierno de Sebastian Piñera el que impulsó más que nadie este tratado. Es el mejor seguro para traders, especuladores y rentistas, nacionales y extranjeros, pues dificulta sobremanera el poder hacer algo respecto de nuestras (muy rentables) fallas de mercado, nuestra falta de competencia, nuestro fraude de los recursos naturales (no merece otro nombre), nuestros salarios de ineficiencia, nuestra educación destinada a reproducir privilegios, nuestra falta de diversificación productiva, y tanta ineficiencia, abuso y falta de ambición que caracterizan a nuestra economía y sus actores líderes.

El segundo tema al que me quiero referir es al de las lealtades vs. sustancia. Lo sucedido en el XXX Congreso Nacional del Partido Socialista es sintomático. Se nos cuenta que cuando se presentó a la plenaria un voto de rechazo al TPP, aprobado democráticamente en varias instancias anteriores, la presidenta del Partido planteó que ese voto era una irresponsabilidad política pues representaba una deslealtad con el gobierno. ¿Es eso lo determinante en materias que comprometen de esta forma el futuro del país? ¿Tiene sentido que temas como el TPP, que hasta comercializan nuestra soberanía, se zanjen según supuestas lealtades personales y no por sustancia?

Y si a lealtades se refiere, alguien le podría haber recordado a nuestra senadora al menos dos cosas. Una es que también es importante la lealtad al proyecto (bueno, lo que queda del proyecto) socialista que su partido viene luchando en su casi siglo de existencia. El TPP contradice prácticamente todo lo central de esa ideología −como lo referente a la defensa de la autonomía y soberanía nacional, y al derecho a elaborar estrategias de desarrollo alternativas (como siempre insistía mi amigo Enzo Faletto)−. Este tratado busca precisamente hacer de dichos objetivos algo ideológicamente irrelevante, y prácticamente imposibles en la realidad. ¿O es que el gobierno y la dirección del PS ya creen que ese tipo de temas se han hecho irrelevantes, y que lo único de interés que va quedando es el integrarse rápidamente en la nueva modernidad? Y como nos recordaba Adorno, hoy en día el atractivo a lo nuevo, mientras más componentes arcaicos contenga, más irresistible se hace.

El otro tema relacionado con la lealtad se refiere a que esta, por su naturaleza, es un camino de ida y vuelta. Y este gobierno (a pesar de la excusa de haber aprovechado la instancia del “Cuarto Adjunto”) aceptó primero que toda la discusión sustancial del tratado fuese secreta (bueno, secreta para los comunes de los mortales, no, como ya decíamos, para los privilegiados de siempre), y luego anunció que iba a subscribir el tratado antes de molestarse en hacer una consulta democrática (olvidándose rápidamente de sus propias reservas anteriores) −e incluso antes de que se diera a conocer el texto del tratado…−. ¿Es esa la lealtad que hay que retribuir por sobre toda otra consideración?

También se nos cuenta que en dicho plenario un influyente diputado salió luego a defender la posición de la presidenta de su partido dando información irrelevante del tratado (en cuanto a exaltar cosas que el TPP no aporta por sobre lo que ya existe en los tratados existentes). Como indicaba más arriba, eso ha sido la marca registrada de una parte importante de lo que se ha dicho hasta ahora en favor del TPP dentro de la Nueva Mayoría. En cambio, dentro de la derecha, más sutil, lo que prevalece es el “low-key” (tanto así que hasta donde yo sepa, ni el Clapes UC ha calculado su típica estimación de la pérdida fantástica de empleos que supuestamente tendría lugar si no se hace lo que ellos predican, ni los muchos que se crearían de llegarse a hacer eso). Pues bajarle el perfil a un debate de este tipo es una táctica muy efectiva para pasar piola una ley que beneficia a toda la oligarquía −el gran sueño del pibe rentista: una Ley Longueira generalizada−.

Finalmente, entre tanta desinformación que da vuelta, una que sobresale es el argumento de los “realistas”, quienes dicen que si no firmamos nos aislaríamos como país. Parece que no importa que nuestro país ya tenga tratados comerciales con los otros 11 países firmantes; que el TPP no avanza para nosotros en nada material en lo comercial; que firmar el tratado nos amarra al inmovilismo sin abrirnos ninguna puerta de oportunidades especificas. Por eso, ¿aislarnos? ¿De qué? ¿De quién? ¿Por qué? ¿Vale la pena firmar tratados de ese tipo sólo para tener la ilusión de que nos estamos codeando con la mejor gente?

Este tratado es como si a los que hacen política económica les gustase jugar golf (les guste el libre comercio), y el Club de Golf les ofrece dos formas de ser socio. Una, que ya se tiene, consiste en asegurar la entrada a la cancha a jugar los 18 hoyos (esto es, poder comerciar libremente) cuando se quiera y cuanto se quiera. La otra, La Premium, le agrega a eso el derecho a usar el salón de té del Club. El problema es que el precio sube en forma exorbitante por el extra −por el derecho a entrar al salón y gozar del ambiance−.

También nuestro embajador en China nos dice que cómo se nos puede ocurrir que el TPP tenga por objetivo contrapesar el creciente poder chino. Según nuestro embajador, “En algunos países, el TPP ha sido presentado como parte de una estrategia anti-China. Sin embargo, ni en el gobierno chino ni a nivel de especialistas locales ello es visto así”. ¿Realmente? Parece que nuestro distinguido embajador no se percató de las declaraciones del Presidente Obama cuando celebró la firma del TPP; en dicha ocasión nos decía: “El TPP permite a EE.UU., y no a países como China, escribir las reglas del juego [mapa de ruta] a seguir en el siglo XXI”. Para luego agregar: “El TPP le da a EE.UU. una gran ventaja sobre otras economías líderes, como China". Y ese es el tono con el que sigue su discurso.

Parece que nuestro embajador tampoco se percató de la reacción de la prensa China; por ejemplo, el People’s Daily (un diario que se autoproclama como uno de los 10 más importantes del mundo), reaccionó a la firma del TPP, y las declaraciones de Obama, con un editorial titulado: “El TPP, liderado por EE.UU., no logrará aplastar a la economía China”. Y luego agrega: “No es la primera vez que Obama habla públicamente sobre China de esta manera; ello muestra su estrechez mental [que no corresponde] a un líder de una potencia mundial”. Y en específico: “[La declaración de] Obama… refuerza la impresión de que el TPP tiene por objetivo excluir [o aislar] a China”.

Hasta el Financial Times nos dice que la razón de ser del TPP es excluir a China: “El TPP excluye China. Qué tamaña omisión. Eso es precisamente su razón de ser”.

Y por excluir deliberadamente a China, el mayor socio comercial de la mayoría de los países del tratado, el TPP aún en lo poco comercial que contiene puede ser negativo para sus integrantes, pues sin China el efecto “desviación de comercio” puede perfectamente dominar al de “creación”. Y para asegurar que China nunca ni siquiera se le ocurra golpear la puerta, el tratado tiene una serie de cláusulas que limitan fuertemente el campo de acción de las empresas estatales, aspecto que domina el modelo chino, en favor de las multinacionales.

Pero con el pragmatismo que caracteriza a la potencia asiática, muchas empresas chinas (incluida estatales) ya están instalando plantas de ensamblaje en Vietnam para aprovechar las ventajas de acceso de ese país al mercado norteamericano (casi todas ya logradas en su tratado comercial anterior con EE.UU., y por una capacidad un tanto más efectiva que la nuestra para negociar excepciones a reglas del TPP). Y para contrarrestar al TPP, China elaboró un tratado alternativo (RCEP), al cual no invitó ni a EE.UU. ni a sus acólitos latinoamericanos (o Canadá) − pero sí invitó a los siete países Asiáticos y Oceánicos del TPP (Japón, Australia, Nueva Zelandia, Singapur, Malasia, Vietnam y Brunei). Todos ellos felices de jugar a dos bandas; nosotros, los puristas, jamás habríamos aceptado tal ordinariez.

Y la superficialidad con la que en general se discute el TPP desborda su banalidad en otra columna que contiene puros comentarios tipo sobremesa. Si bien estos no deberían merecer mayor atención −ni siquiera por el honor que se me asigna de ser supuestamente uno de los dos gurús que (mal) inspira al respecto a los inocentes de Revolución Democrática, como acusándolos: dime con quién andas y…−, esa columna se refiere al hecho de que para RD un aspecto negativo del TPP es que permitiría a empresas extranjeras demandar al gobierno chileno en una larga serie de materias. Según el autor de dicha columna, en el TPP no hay nada nuevo en eso, pues estas siempre han tenido ese derecho.

Por supuesto, toda persona, natural o jurídica, nacional o extranjera, tiene, y debe tener, el derecho a demandar a un Estado por la razón que se le dé la gana. El punto del que el autor de dicha columna, y tantos otros, parecen no percatarse es el de dónde se puede (y debe) demandar a un Estado. ¿Se le debe demandar en las cortes nacionales, donde rige la jurisprudencia nacional, democráticamente elaborada? ¿O en cortes títeres, con jueces llenos de conflictos de interés, y con jurisprudencia escrita por lobbistas y abogados de una de las partes? Como Pedro Páramo (el héroe de García Márquez y Borges, quizás lo único que los unía), un personaje protagonista y antagonista −ya que sus actos tienen propósitos cruzados−.

Me refiero a este asunto, detalladamente analizado en mi columna ya mencionada, pues no puedo entender cómo hasta ahora nuestro Poder Judicial se ha quedado callado −quizás aún paralizado por el asombro−. Las multinacionales le dicen en su cara: no tenemos confianza en su imparcialidad; no tenemos confianza en su integridad; no tenemos confianza en la jurisprudencia con la que Uds. dirimen conflictos. Queremos que nuestros asuntos (a diferencia del resto de los asuntos mundanos de su país) se zanjen en cortes Mickey Mouse, con jurisprudencia escrita por nuestros sacristanes, y con jueces escogidos a dedo por nosotros.

Cómo puede ser que el gobierno les dé implícitamente la razón −aunque sea simplemente porque ya no soporta más bulla (por favor, bajen el volumen)−. Parece que lo único que sueña es que los dos años que le quedan pasen lo más rápido posible (justo el opuesto a aquel bolero “reloj no marques las horas, porque voy a enloquecer…”). Si hasta nuestra Presidenta nos dice que tuvo una sensación (que rechazó) que le decía “deberías haberte quedado en la ONU”.

Y un diputado, quien no puede decir dos frases seguidas sin que una no sea en defensa de nuestra soberanía territorial, tilda de desinformados a quienes se oponen al TPP. ¿Ya se habrá dado cuenta de quién será el desinformado respecto de la potencial pérdida de los otros tipos de soberanía si se firma el TPP −la económica, la política y la judicial−?

Y para el inmovilismo siempre se puede contar con mayorías parlamentarias y el apoyo de la prensa (autodenominada como) seria −si hasta podría pasar que por primera vez en la historia, por apoyar al TPP, se diga que una mujer se transformó en Hombre de Estado...−. Pues para el inmovilismo −que es de lo que realmente se trata el TPP− siempre hay mayorías parlamentarias: se suman la derecha (dichosa por su nuevo, y tan necesitado, hedge contra el cambio); los parlamentarios de NM que ideológicamente están en contra de cualquier cambio (pues buscan reencontrar su identidad ya sea en la nostalgia de los 90, o en las pocas oportunidades que les quedan para ejercer un poder que se les esfuma); los desinformados estructurales, que insisten en creer que el TPP es un tratado puramente comercial; y de faltar algún voto, nunca falta (como en la Ley Longueira) algún perdido/a que se quiera vender por un plato de lentejas.

Esa colusión −perdón, quise decir coalición− es imbatible. En cambio, construir una coalición que se oponga al TPP, o al menos que busque modificarlo en forma sustantiva, requiere todo lo que se le agotó a este gobierno y a la mayoría de la NM. Por eso, nos debería alarmar, pero no sorprender, lo que está pasando con el TPP. Tampoco nos deberá sorprender en el futuro que las fuerzas “progresistas” lo usen como explicación para no intentar nada sustancial. El TPP nos consolidará como el reino del statu quo.

Se dice, mejor volvamos a las políticas de consenso, es decir, a aquellas que al margen de lo que cree y quiera la mayoría del país, y de lo que vota en las elecciones, respeta el derecho a veto del 1% −y ahora el de las multinacionales−. Difícil esperar que una NM se vaya a oponer a tanto interés creado, pues si bien partió con ínfulas de perro grande (por sus problemas de gestión, por los innumerables obstáculos que le salieron al camino, y por sus conflictos de interés), ya se porta como chihuahua. Pero cosas más raras han pasado…

Como siempre, Freud nos ayuda a desenredar la madeja: “Cualquier persona que actúa continuamente según preceptos que no son la expresión de sus inclinaciones instintivas, está viviendo, psicológicamente hablando, más allá de sus límites, y puede objetivamente ser descrito como un hipócrita, esté o no consciente de su incongruencia. Es innegable que nuestra civilización contemporánea favorece al extremo la producción de este tipo de hipocresía. Uno podría aventurarse a decir que ella se construye sobre tal hipocresía, y tendría que modificarse sobremanera si la gente decidiera vivir de acuerdo a su verdad psicológica. Desde este punto de vista, no cabe duda que hay más hipócritas culturales (esto es, aquellos que lo son en este sentido de incongruencia) que personas verdaderamente civilizadas”. Quizás esto ayude a entender la fuerza que tiene la colusión antes mencionada. (Pero como a todo Aquiles, hay que seguir buscándole su talón).


 source: El Mostrador