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El TLC recoloniza a Colombia: Acusación a Alvaro Uribe Vélez

Jorge Enrique Robledo, Argenpress, 6-5-07

Si se compara la relación entre las exportaciones y el Producto Interno Bruto (PIB), que es como se miden estas cosas, se encuentra que en 2004 esta proporción era de 9,55 por ciento en Estados Unidos, de 11,84 por ciento en Japón, de 20,84 por ciento en Colombia, de 70,55 por ciento en Angola y de 84 por ciento en el Congo. Y a nadie se le ocurriría decir que Colombia posee un mayor desarrollo que Estados Unidos y Japón o que los países africanos citados son los más avanzados del grupo.

Acerca de convertir las exportaciones en el becerro de oro de la economía, así en el caso de Colombia pueda demostrarse que el “libre comercio” conduce es a mayores importaciones, caben otras consideraciones. ¿Para qué se exporta? Para generar actividad económica pero, en especial, para conseguir dólares, divisas, que permitan importar y contratar deuda externa. Y si las importaciones son de bienes de capital y de otras mercancías que no se producen en Colombia y son claves para su desarrollo, nadie objeta la ecuación. Pero si se exporta para importar lo que se produce, ¿no resulta mejor exportar menos y no hacerle un daño enorme a la economía nacional? Además, las importaciones de bienes suntuarios para satisfacer los gustos de unos cuantos, ¿sí justifican disminuir los salarios de los colombianos y regalar las materias primas mineras para poder exportar? ¿O es que van a negar los neoliberales que son el bajo precio de la mano de obra y de los bienes mineros las principales ventajas competitivas de las exportaciones nacionales? ¿Y cómo aceptar la tesis neoliberal de que es buen negocio exportar materias primas para importar bienes manufacturados, la misma concepción que durantes siglos les impusieron los imperios a las colonias que expoliaron?

En contraste con lo anterior, puede demostrarse que el auténtico progreso de países con condiciones de extensión y habitantes similares a las de Colombia descansa en el desarrollo y fortaleza de su mercado interno, es decir, en su capacidad para generar economía en torno a las compras y las ventas entre los colombianos, pues estas sustentan el 80 por ciento de la actividad del aparato económico, porcentaje incluso mayor en países como Estados Unidos y Japón. Y se cae de su peso que el principal propósito de los imperios al someter a otras naciones es apoderarse de sus mercados internos, lo que por esa misma razón estimula a sus pajes en Colombia a tirar cortinas de humo sobre su importancia, calificando el propio de “mercadito”.

En línea con las anteriores consideraciones también puede demostrarse que la principal fuente de inversión en los países no es la externa sino la interna, verdad que rebate la tesis neoliberal de que no importa lesionar las fuentes del ahorro nacional porque estas serán reemplazadas por inversión extranjera. Incluso, los propios flujos de Inversión Extranjera Directa (IED) que se mueven por el mundo, y que van y vienen principalmente entre países desarrollados, demuestran que país que no genere su propia dinámica de desarrollo ni siquiera es lo suficientemente atractivo para captar en forma notable a los inversionistas foráneos. En 2005, de los 900 mil millones de dólares de IED que se hizo en el mundo, el 69 por ciento fue a países desarrollados y apenas 68 mil millones a América Latina y el Caribe. Y en ese mismo año, el de mayor IED en Colombia en los últimos siete -y con una participación notable en la minería, en la cual invierten haya o no políticas neoliberales-, esta alcanzó alrededor del 5 por ciento del total de la inversión en el país, cifra que representa un porcentaje inferior al uno por ciento del total de la realizada en el mundo.

¿De lo anterior se deduce, entonces, que los países no deben exportar ni importar y que deben rechazar de plano toda inversión extranjera? Por supuesto que no. Ya se señaló que las relaciones económicas internacionales pueden ser provechosas y esa afirmación hace referencia, como es obvio, a vender y comprar y a invertir o recibir inversión, pero, eso sí, dependiendo de lo que le convenga al interés nacional y no al de los extranjeros, porque de saber instrumentar esas relaciones, entre otras cosas, depende si se logra el progreso o si este se anquilosa o retrocede. El detalle de cómo deben ser dichas relaciones supera el propósito de este texto, pero sí cabe dejar sentado que sus misterios ya fueron revelados precisamente por los países que han tenido éxito en el desarrollo del capitalismo, los cuales, en la conocida imagen del que patea la escalera por la que subió para que otros no puedan seguirlo, les imponen a sus satélites exactamente lo contrario de lo que ellos hicieron para construir su progreso, empezando por crear unos mercados internos enormes. Faltan a la verdad quienes, por ingenuos o por vivos, afirman que el “libre comercio” que se impone en el mundo fue la teoría y la práctica que usaron Estados Unidos, Francia y Japón, por ejemplo, para alcanzar la situación económica que hoy ostentan. Si algo debe repudiarse de los imperialistas de todos los tiempos y pelambres es una de las máximas que orientan sus relaciones internacionales: “Hagan lo que les digo, no lo que hago”. ¿Cómo no recordar las historias en las cuales, cuando no procedieron a sangre y fuego, los colonialistas españoles les entregaron a los aborígenes americanos espejitos a cambio de sus objetos de oro?

Poner las cosas en su sitio con respecto a la importancia que se le concede a construir la economía de un país como Colombia haciendo énfasis en la defensa y desarrollo del mercado interno y en la capacidad para generar ahorro nacional, y no en la falacia del desarrollo por la vía de las exportaciones, exige desnudar otro secreto bien guardado por los neoliberales. Es indiscutible que el avance de la economía en función principal de la fortaleza del mercado interno implica que hay que sacar de la miseria y la pobreza al mayor número de ciudadanos, porque de su capacidad de compra depende qué tanto puede crecer el aparato productivo y, con él, la propia riqueza de diferentes sectores de la burguesía. Por el contrario, el crecimiento económico basado en lo que se logre exportar tiene como uno de sus fines enriquecer a algunos, pero manteniendo en la pobreza y la miseria a porcentajes de poblaciones mayores que las “normales” en los países capitalistas avanzados. Porque quienes les compran a los exportadores no son sus compatriotas, sino los habitantes con mayores ingresos de las potencias o las pequeñas capas con capacidad de compra de los demás países subdesarrollados. La política de enriquecer a reventar a unos pocos en medio de la pobreza general, hasta el punto de poder equipararlos con los monopolistas de las naciones desarrolladas, como ocurre en el caso del mexicano Carlos Slim, no es nueva en América Latina, pero sí se profundiza con el neoliberalismo. ¿O no fueron las exportaciones de café de Colombia o las de estaño de Bolivia o las de cobre de Chile estrategias de desarrollo por exportaciones que no sacaron del atraso a los países, pero sí enriquecieron a un puñado?

Son esas concepciones reaccionarias las que en mucho explican por qué un funcionario de la ONU decía que los monopolistas latinoamericanos se parecen a sus pares de Estados Unidos y Europa, pero que, en cambio, la pobreza en estas tierras no se asemeja a la de los países desarrollados sino a la de los africanos, empezando porque en las metrópolis lo normal es que acose a un diez por ciento de la población, mientras que aquí lo corriente es que martirice a bastante más de la mitad. El secreto de tantas iniquidades latinoamericanas -que explican a la región como la de mayor desigualdad social del mundo y a Colombia como la undécima en la lista-, reside en una razón última que se ha agravado en los últimos tres lustros pero que se remonta a los inicios del siglo XX: los mandamases de estos países lograron separar su suerte personal de la suerte de sus naciones, de forma que les va bien aunque a la inmensa mayoría de sus compatriotas les vaya mal, porque unieron sus intereses a los de las trasnacionales extranjeras, las cuales, además, generan y coexisten con las más aberrantes de las corruptelas nativas. Si algo puede demostrarse en Colombia es que a todo lo largo del siglo XX nunca se ensayó un modelo económico que tuviera como fin elevar en serio la capacidad de compra de la población, concepción retardataria como la que más que los neoliberales pretenden llevar hasta el extremo.

El debate sobre el verdadero significado del “libre comercio” puede y debe librarse con el apoyo de la experiencia nacional y extranjera más reciente, pues esa política no es nueva, dado que viene aplicándose con consecuencias desastrosas desde hace años en América y el mundo. En el caso de Colombia, y de acuerdo con lo ya mencionado, ha sido la orientación de los cuatro últimos gobiernos, a partir de 1990 con el de César Gaviria Trujillo, período en el cual la economía nacional sufrió la peor crisis de su historia, con pérdidas irreparables para la industria y el agro y con el consecuente retroceso, también sin antecedentes, de todos los indicadores sociales. Y esa crisis tuvo como causas principales el gran aumento de las importaciones agrícolas e industriales -las cuales lesionaron la producción interna y generaron desempleo y pobreza-, las políticas de privatización que convirtieron en monopolios privados los monopolios públicos y que degeneraron en negocios lo que eran derechos ciudadanos, las medidas cambiarias y financieras que les otorgaron mayores garantías a los especuladores y la definitiva toma por parte del capital extranjero de áreas enteras de la economía en las que, o actuaba asociado con el Estado, o no estaba, o tenía presencias menores, tales como la minería, las finanzas, el comercio al por menor y toda el área de servicios públicos domiciliarios. Luego la decisión de suscribir el TLC con Estados Unidos, que tiene como propósito hacer irreversible y profundizar el “libre comercio”, ni siquiera cuenta a su favor con el subterfugio de poder alegar que traerá grandes beneficios para las gentes o que al menos tendrá consecuencias desconocidas, pues ya hay experiencia de sobra para anticipar lo que ocurrirá.

Y si la apertura -que fue la aplicación anticipada en Colombia de las políticas que se recogerían en la Ronda de Uruguay del GATT, las cuales le dieron vida a la Organización Mundial del Comercio (OMC)- causó los daños que causó, ¿cómo serán los que sobrevendrán con el TLC, si este puede definirse como un tratado OMC-plus, en el sentido de que con este tipo de acuerdos Estados Unidos confirma las normas de la OMC y define unas nuevas que no ha podido imponer en dicha organización?

Existen estudios de Planeación Nacional y del Banco de la República que explican, entre otras consecuencias negativas del TLC, que el porcentaje de crecimiento de las importaciones doblará el de las exportaciones, al igual que hay uno del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), del cual se hablará también, que anuncia las pérdidas que sufrirá Colombia en sus ventas a la Comunidad Andina (CAN), el principal mercado para sus bienes industriales de exportación. Además, nada permite concluir que se vaya a modificar la tendencia a tener unas exportaciones centradas en las materias primas, especialmente en las mineras, característica que refleja el corte colonial de la economía colombiana y que el neoliberalismo profundiza pero no crea, porque es obvio que para poder vender carbón, café o petróleo en el exterior no se requiere destruir los sectores agropecuarios o manufactureros que se perderán con el TLC o privatizar el sector público de la economía. Y es seguro que se fortalecerá también el control por parte de las trasnacionales de las exportaciones que pueda hacer Colombia, al igual que el de las principales empresas que se lucran de vender en el mercado interno.

Ningún colombiano se atrevería a proponer que Colombia compita en condiciones de absoluta igualdad con Estados Unidos, si no estuvieran detrás los inmensos poderes económicos que aúpan esa idea, así como la gran capacidad de engaño de los medios masivos de comunicación, los cuales se aprovechan de las ignorancias y los entusiasmos de las gentes, a las que, con el respaldo cínico de la tecnocracia neoliberal, les meten el cuento de que el problema de la competencia internacional no guarda relación con las condiciones de cada país, sino con la buena voluntad con la que las personas aboquen los negocios. Como una muestra de las tremendas desigualdades entre las partes, que convierten la competencia dentro del TLC en una ficción, sirve saber que el Producto Interno Bruto (PIB) de Estados Unidos es 129 veces mayor que el de Colombia, por lo que poner a los colombianos a competir con los gringos es tanto como enfrentar a una persona corriente con un gigante que mide tanto como un edificio de 54 pisos. Y también en tal aspecto el Tratado es peor que las normas de la OMC, porque estas, así sea con cláusulas mediocres que apenas si rozan el fondo del problema, establecen el trato especial y diferenciado entre los países, como una manera de reconocer las diferencias entre ellos. ¿Por qué si las concepciones democráticas exigen que las legislaciones internas de los países reconozcan y regulen las diferencias entre las partes -casos arrendador y arrendatario o empleado y empleador-, concediendo derechos distintos para medio proteger a los débiles, el TLC crea una igualdad mentirosa, que solo se atreven a alegar las mentalidades ventajistas para justificar el sometimiento de la parte débil por la fuerte?

El notable incremento de las exportaciones de México a Estados Unidos con el TLC suscrito por estos y Canadá (TLCAN), que pasaron de 52 mil millones de dólares a 160 mil millones entre 1990 y 2002, permite dos glosas que también prueban que ese no debe ser el camino de Colombia. La primera, que en la etapa del “libre comercio” el porcentaje de crecimiento de la economía mexicana fue el peor de toda su historia y que sus indicadores sociales son tan malos como los colombianos, y eso que tienen la válvula de escape de los millones de personas que, acosadas por el desempleo y el hambre, han tenido que emigrar a Estados Unidos. ¿Qué ocurrirá en ese país si el gobierno estadounidense decide no dejar entrar más mexicanos, ni siquiera por “el hueco” y a trabajar en condiciones miserables, cambio al que pueden conducir medidas como la infame muralla de concreto que se decidió construir en la frontera común? Y la segunda, que nadie puede soñar siquiera con que Colombia podrá exportarle a Estados Unidos en cantidades similares a las de México, por la simple e inmodificable razón de las distancias que separan a los unos de los otros.

También contiene una buena dosis de falsedad llamar al Tratado como de “Libre comercio”, porque este conduce al control de los monopolios y estos no generan ninguna libertad y porque sus disposiciones van bastante más allá de determinar en 6 capítulos las relaciones de importación y exportación de Estados Unidos y Colombia. Así, en otros 17 capítulos, el interés colombiano también se verá negativamente afectado por lo que se define en propiedad intelectual, inversiones, solución de controversias, sector financiero, telecomunicaciones, negocios transfronterizos y medio ambiente, entre otros aspectos. Y habrá un empeoramiento de las condiciones laborales del país, así este no haya quedado pactado, porque sus cláusulas empujan, en la práctica, en esa dirección, so pena de que Colombia pierda competitividad a la hora de exportar, de defenderse de las importaciones o de atraer inversionistas extranjeros.

Entre las manipulaciones sobre por qué Colombia debe firmar el TLC aparece como una de las principales el objetivo de mantener los menores aranceles que hoy pagan algunos empresarios colombianos que exportan a Estados Unidos, en razón de lo establecido por la Casa Blanca en Atpdea (Andean Trade Promotion and Drug Eradication Act)(1) Conocer, entonces, a cuánto equivalen los aranceles dejados de pagar por este mecanismo es una necesidad para pasar de la retórica neoliberal a la realidad de las cifras. De acuerdo con el empresario colombiano Emilio Sardi, la verdad de las cuentas del Atpdea es la siguiente:

“Se afirma con gran bombo que cerca de la mitad de nuestras exportaciones a EEUU están incluidas en Atpdea, pero se esconde que casi el 70 por ciento de ellas (unos 3.400 millones de dólares en 2005) serán de petróleo o sus derivados. Esas no se verán afectadas por la pérdida del Atpdea y se seguirán haciendo. La rebaja en aranceles que se obtiene en los otros productos tiene importancia para un par de sectores, pero no es grande para la economía nacional como un todo. De los 1.400 millones de dólares que se estima cubrirá el Atpdea que no son petróleo y sus derivados, las flores representarán aproximadamente la tercera parte. Su arancel es del orden del 6,5 por ciento, lo que representa una rebaja arancelaria de unos 30 millones de dólares. Sus exportadores no quisieran perderla, pues, como diría el filósofo de Palenque, es mejor ganar más que menos, pero no por eso van a dejar de venderlas. Las exportaciones de confecciones, que por la competencia china van cayendo, tienen aranceles del orden del 15 por ciento, pero nadie ha establecido cuál es el valor agregado verdadero que generan. No es presumible que el valor agregado de las operaciones de maquila llegue siquiera al 40 por ciento de lo exportado, que se estima en 500 millones de dólares. Luego la rebaja arancelaria real se ubicaría en máximo 30 millones de dólares. Y de ahí para abajo realmente ni vale la pena entrar en el detalle. De las 5.600 partidas arancelarias favorecidas, Colombia registra exportaciones apenas en 913, de las que sólo 18 exportan más de 10 millones de dólares, mientras 603 no pasan de exiguos 100.000 dólares. ¡Ni siquiera para diversificar nuestra oferta exportadora a EEUU han servido el Atpa o el Atpdea! Allá están interesados sólo en nuestros productos básicos. Es evidente que el ahorro arancelario por el Atpdea es realmente apenas del orden de unos 100 millones de dólares o, a lo sumo, 120 millones de dólares anuales. Si fuera cierto que el Atpdea es improrrogable, sería mucho más sensato buscar ayudar a los afectados con medidas como las que ha tomado el Gobierno para proteger a algunos sectores del agro contra la reevaluación que precipitarse a firmar un mal tratado, para obtener una rebaja arancelaria que no alcanza a ser el 0,1 por ciento de nuestro PIB” (Deslinde, septiembre de 2006).

Con respecto a las exportaciones de confecciones a Estados Unidos, de las que se habla tanto para defender que se mantengan a cualquier precio los aranceles otorgados por Atpdea, estas vienen disminuyendo, y seguramente van a caer más por causa de la muy dura competencia de los productores asiáticos, que actúan con salarios tan bajos que los hacen imbatibles. De acuerdo con Proexport, “las exportaciones de confecciones hacia Estados Unidos continúan cayendo. Pasaron de 195,9 millones de dólares entre enero y mayo de 2005 a 157,6 millones en 2006, una caída de 19,54 por ciento”, lo que, si no se empeoran las cosas, debe dar una ganancia por aranceles no pagados del orden de 56,7 millones de dólares a todo lo largo del año, cifra relativamente baja que en la práctica es menor si también se considera que una parte de esas ventas son exportaciones de algodón previamente importado de Estados Unidos (en 2005 dichas importaciones sumaron 116 millones de dólares).

Otra manera de mostrar que la preservación de lo obtenido por aranceles en Atpdea no tiene fuerza suficiente para justificar el TLC es conocer que ese mecanismo, que con ligeras modificaciones antes se llamaba Atpa (Andean Trade Preferente Act), se remonta a 1991, al comienzo de la apertura iniciada en el gobierno de César Gaviria Trujillo. Y luego de quince años de experiencia salta a la vista que esas rebajas arancelarias no producen un cambio de fondo en la capacidad exportadora del país y, mucho menos, en las condiciones de pobreza y miseria que avergüenzan a los colombianos ante el mundo. Para lo que sí ha servido el Atpdea es para embellecer las imposiciones estadounidenses y para ser utilizado como instrumento de extorsión a favor del TLC, al crear un grupito de ruidosos exportadores que, como gana con los menores aranceles y el Tratado, afirma que su caso es el de toda la nación, teoría que repite sin cesar -¡y sin demostrar!- la sumisa tecnocracia neoliberal. Se está así, entonces, ante el conocido caso de la carnada que oculta el anzuelo, con la diferencia de que con el Atpdea la carnada se la comen unos cuantos, en tanto el arpón se clava en la garganta del resto de los colombianos. ¿Quienes deciden en Colombia no se darían cuenta de que Estados Unidos creaba con el Atpdea una auténtica quinta columna a favor del “libre comercio” y de cualquier TLC que decidiera imponer? ¿Tampoco sabían que la Casa Blanca preparó el terreno para el TLC con Centroamérica (Cafta)(2) mediante el mismo truco de conceder temporalmente unos aranceles menores a través de diferentes mecanismos, como la ICC y CBERA, a pesar de que en el istmo ni siquiera existía el pretexto del narcotráfico?

Tampoco resiste análisis otro lugar común en defensa del TLC con Estados Unidos, necio como el que más, que dice que hay que firmarlo a toda costa por lo mucho que Colombia le compra y le vende a ese país. Cuando bien analizadas las cosas la primera conclusión que debiera sacarse de ese dato es que constituye otra prueba de la deformación que padece la economía nacional, pues lo razonable sería tener mayores relaciones con los países fronterizos, como sucede en la Unión Europea que, con todo y sus aspectos censurables, sí sirve para mostrar la importancia de fortalecer los vínculos con los vecinos. ¿No enseñan los libros de texto de economía capitalista que esta avanza mejor en aquellos mercados cuyos costos de transporte tienden a cero, que es lo que en condiciones ideales ocurre en las áreas urbanas o a nivel de países que comparten fronteras? De otra parte, desde que apareció el campesinado, una clase milenaria, se estableció que no deben ponerse todos los huevos en el mismo canasto, máxima aún más cierta en las economías nacionales que en la individuales, porque así se protegen mejor en las inevitables crisis que sacuden a unos u otros países y a unos u otros sectores, de donde nuevamente se ratifica la conveniencia de distinguir entre quienes hacen afirmaciones falsas porque ignoran y los que las expresan de manera maliciosa a sabiendas de qué se trata y cómo van ellos en el negocio.

No sobra, además, echarle números al tamaño del mercado estadounidense que se le abre a Colombia con el TLC, distinguiendo entre el potencial, teórico, y aquel al que efectivamente puede aspirarse de acuerdo con las realidades económicas de aquí y de allá y del resto del mundo, de manera que ni incautos ni astutos ganen indulgencias con las conocidas cuentas de la lechera. Porque del hecho cierto de ser “el mayor del mundo” (11,8 billones de dólares) no se deduce que sea tan grande como piensan algunos y menos que pueda conquistarse en una proporción suficiente para superar los problemas económicos y sociales de Colombia, que es de lo que se supone se trata la discusión sobre si el Tratado le conviene o no al país. Porque apenas el 8 por ciento del gasto estadounidense (1,48 billones de dólares) se destina a importaciones, dado que el resto se utiliza para adquirir bienes y servicios generados internamente. Además, 207 mil millones de dólares de importaciones son de combustibles, que se venden allí sin necesidad del TLC (Colombia vende el 1,8 por ciento). 580 mil millones de dólares se destinan a compras de vehículos y autopartes, bienes de capital y equipos, renglones de los que Colombia no vende un dólar ni lo venderá con el Tratado. Otros 200 mil millones de dólares se destinan a materias primas y elementos para la industria, y de ellos los colombianos aportan 130 millones de dólares, equivalente al 0,13 por ciento, suma que muy difícilmente podrá aumentar. Y de los algo más de 400 mil millones de dólares restantes, 370 mil millones son bienes de consumo, pero de ellos Colombia no vende nada de sus principales renglones, tales como farmacéuticos, electrodomésticos, juguetes, joyería, motocicletas, instrumentos musicales y equipos de fotografía, y tampoco hay razones para pensar que con el TLC esta situación cambiará de manera importante, porque ese mercado, como lo muestran las anteriores cifras, ya está en lo fundamental copado por los poderosos competidores del resto del mundo, los cuales incluso han capturado buena del mercado interno colombiano. ¿No es una bobería decir que porque Washington le va a eliminar a Colombia unos aranceles que en promedio son de apenas 2,7 por ciento, con eso va a cambiar la composición de las importaciones estadounidenses? ¿No es una evidente manipulación que como gran cosa se les ofrezca a los colombianos tomarse algo de las importaciones gringas de lácteos y tabaco, cuando ellas suman apenas 2.700 millones de dólares y hay que disputárselas con 28 países, y eso contando solo a los que más venden en Estados Unidos?(3)

Y es mentira, además, decir que si Colombia no firma el TLC con Estados Unidos dejará de vender en ese país o se aislará de la economía mundial. Porque lo cierto es que, exceptuando a México y Canadá, todos los principales exportadores a Estados Unidos no tienen TLC firmados con Washington. Y en lo que respecta a facilitar aún más las importaciones de bienes estadounidenses que sean benéficas para los colombianos, pues solo a un necio se le puede ocurrir que para ello se requiere de un tratado de “libre comercio”. Lo máximo, entonces, que le sucedería a Colombia sin el TLC, en sus relaciones de exportación al Imperio, sería, como ya se dijo, el aumento de los precios de venta de algunos productos que hoy se benefician con el Atpdea, cifra que, hay que reiterar, es mucho menos importante para la suerte del país de lo que afirman los neoliberales y que en todo caso es en mucho inferior a los nuevos y enormes costos que, como se verá, cobrará Estados Unidos por mantenerla. Al poner en su sitio el verdadero poder de las exportaciones para desarrollar un país, y dentro de eso los auténticos alcances del Atpdea, no es porque se niegue la conveniencia de exportar o porque se desprecie la suerte de las exportaciones que hoy se benefician con los menores aranceles a Estados Unidos, las cuales están en capacidad de competir sin esas ventajas o podrían beneficiarse, a costos infinitamente menores que los del TLC, de diversos tipos de respaldo por parte del Estado colombiano.

Si el TLC entra en vigencia no será una coyunda de menor cuantía y fácil remoción. Al convertirse en ley de la República sus 1.531 páginas (la Constitución tiene 108), dado su carácter de acuerdo internacional, adquirirá un nivel similar al de las normas constitucionales en el sentido de que nadie en Colombia, en ningún nivel u organismo del Estado, podrá aprobar algo que contradiga su texto. En el capítulo de propiedad intelectual Colombia se compromete, además, a adherir a otros 4 acuerdos internacionales que fortalecerán aún más el poder monopólico de las trasnacionales estadounidenses en estos tópicos, imposición más humillante porque en el TLC no se contempla que Estados Unidos adhiera a los tratados sobre asuntos laborales y medio ambiente de los que sí hace parte Colombia. Nada en el Tratado podrá modificarse, ni en una coma, sin la autorización de Washington, cambio que, si se logra, habrá que pagárselo con nuevas y onerosas concesiones en otro aspecto. Y su denuncia, como se llama la manera de terminarlo por decisión de cualquiera de las partes, deberá derrotar, como es obvio, las más duras presiones de la Casa Blanca.

Además, la aplicación del TLC, como ocurrió con la apertura, fortalecerá todavía más a los pocos colombianos que se lucran de sus relaciones privilegiadas con el Imperio, en tanto que aumentará el debilitamiento de quienes tienen su suerte personal atada a la de la nación, lo que agravará el círculo vicioso que ya se padece: mientras más domina Estados Unidos más se fortalecen sus correveidiles criollos y con ello más fácilmente pueden dominar las trasnacionales a Colombia. ¿Qué garantiza, por último, que, con el correr de los años, el Imperio no imponga otra tanda de condiciones aún más leoninas que las de hoy, una vez su dominación sea casi absoluta porque se hayan reducido a poco o a nada los sectores económicos colombianos que no sean extensión del capital extranjero?

Digno de todo repudio fue también el trámite que Alvaro Uribe le dio al TLC, dada su evidente lógica plutocrática y porque al final se pasó por la faja los propios puntos de vista de una parte fundamental de los sectores empresariales escogidos por él para darle un cierto viso democrático a su decisión de suscribirlo. En efecto, en nada tuvo en cuenta las reiteradas posiciones de rechazo de las centrales obreras y de todas las organizaciones campesinas, indígenas y estudiantiles del país, ni atendió al voto casi unánime y en contra del tratado de las consultas indígena, arrocera y de cultivos de tierra fría y desoyó por completo la posición de la Asociación Nacional por la Salvación Agropecuaria, agremiación que agrupa a fuerzas representativas del campesinado y el empresariado. E incluso al final, cuando llegó la hora de nona, Uribe les impuso su decisión a las principales agremiaciones de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), las mismas que durante el trámite había preferido como a las únicas dignas de tener en cuenta en el sector agropecuario.

Como se verá, el TLC, entre otros hechos graves, consolidará y hará irreversibles las pérdidas económicas de la apertura, ratificará que la salud, la educación, los servicios públicos domiciliarios, el medio ambiente y los alimentos sean vulgares negocios, le arrebatará a Colombia los principales instrumentos económicos que usaron las potencias capitalistas para desarrollarse, arruinará áreas estratégicas de la producción nacional industrial y agropecuaria, hará imposible que el país avance por los caminos de la ciencia y las tecnologías complejas, les entregará el control del ahorro nacional y de la biodiversidad a los extranjeros, le arrebatará al país los principales instrumentos que se requieren para orientar su economía y enfrentar las crisis cambiarias y financieras, definirá una justicia a la medida de las conveniencias de los negociantes estadounidenses, consolidará la toma de las principales empresas que sobrevivan por parte de los inversionistas extranjeros, generará una dependencia indeseable del comercio exterior colombiano con el de Estados Unidos, determinará una mayor pobreza y miseria de la nación, entrabará aún más la defensa y el progreso de la cultura nacional y convertirá a Colombia en una especie de colonia estadounidense, hechos todos que configuran el delito de traición a la patria que tipifica el Artículo 455 del Código Penal. Porque este es aplicable a quien “realice actos que tiendan” a someter a Colombia, “en todo o en parte al dominio extranjero, a afectar su naturaleza de Estado soberano”, pues es obvio que la independencia y la soberanía política se pierden en cualquier país en el que los extranjeros se tomen la parte principal de la economía. Y quedará en evidencia que Alvaro Uribe Vélez también violó el Artículo 457 del mismo Código, que establece la “Traición diplomática”, en la cual incurre quien en un acuerdo o relación con otro país “actúe en perjuicio de los intereses de la República”.

Notas:

1) Mediante esta ley casi todos los productos de los países andinos (exceptuando a Venezuela) pueden exportarse sin aranceles a Estados Unidos. Para Colombia las partidas arancelarias desgravadas son 5.687. El Atpdea es una decisión unilateral de Washington que termina el 31 de diciembre de 2006 y que se explicó como una compensación a estos países por sus luchas contra el narcotráfico. A Colombia solo se le otorgó una vez el Presidente Alvaro Uribe Vélez expidió el decreto 2085, que le amplió a las trasnacionales el monopolio de los medicamentos y los agroquímicos.

2) La oposición ciudadana ha impedido que el Congreso de Costa Rica ratifique dicho tratado.

3) 9 países le exportan a Estados unidos el 72 por ciento de los lácteos que importa y 19, el 65 por ciento del tabaco.


 source: Rebelión