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Masacre agropecuaria

Por: Jorge Enrique Robledo, 8/05/2007

Por razones de espacio, y porque hay análisis en abundancia para demostrar las grandes pérdidas agrarias que provocó la apertura definida en 1990, la cual constituyó la primera fase del “libre comercio” en Colombia, no se detallará lo ocurrido. Pero sí debe recordarse que con ella las importaciones agrícolas se multiplicaron por más de diez, se perdieron alrededor de un millón de hectáreas de cultivos transitorios y el empobrecimiento rural llegó a niveles inauditos. Y es clave saber que si las pérdidas no fueron mayores, ello obedeció a que la desprotección no fue absoluta, gracias al Sistema Andino de Franjas de Precios (SAFP) y a otras medidas que se implantaron y que permitieron mantener altos niveles de protección en ciertos sectores seleccionados. Luego no hay que ser muy perspicaz para comprender que lo que viene con la desprotección absoluta del agro que traerá consigo el TLC es rematar a los productos agonizantes y liquidar, golpear o reducir a poco a nuevos sectores.

Para darse una idea del calibre del riesgo al que le abre la puerta el TLC con su decisión de poner en cero por ciento los aranceles, sirve saber que el arancel más alto fijado por el SAFP como promedio anual entre 1994 y 2003 llegó a 75,5 por ciento en carne de cerdo, 184,5 por ciento en trozos de pollo, 70,5 en leche entera, 48 en trigo, 38,5 en cebada, 65,3 por ciento en maíz amarillo, 68,2 por ciento en maíz blanco, 82,5 por ciento en arroz, 56,1 por ciento en soya, 70,3 por ciento en sorgo, 105,1 por ciento en aceite de palma y 97 por ciento en aceite de soya. Además, la carne de res ha tenido aranceles del orden del 80 por ciento y han existido otros mecanismos de protección, como las licencias previas o condicionar la importación a comprar la cosecha nacional del producto que se desee importar.

El sistema de desgravación de los productos que no se desprotegen del todo desde el primer día consiste en acordarles un contingente (cuota) que se podrá importar con cero arancel, en tanto que el resto de lo que se traiga de Estados Unidos pagará aranceles determinados, los cuales se irán reduciendo año por año, hasta llegar a cero por ciento en el plazo pactado. Entonces, en la práctica, las importaciones serán mayores que el contingente libre de arancel y los precios de los bienes producidos en Colombia deberán bajar desde el principio, porque las importaciones más baratas podrán -o deberán, mejor- presionar a la baja los precios de venta del producto nacional, aun cuando todavía exista protección.

Los importadores saben, de otra parte, que pueden aumentar de manera considerable lo traído de Estados Unidos si combinan el contingente sin arancel con compras de cantidades gravadas, de donde salen precios promedio de importación que pueden ser menores que los costos de producción internos. Por ejemplo, de maíz blanco, que quedó con un contingente de libre acceso de 136.500 toneladas y arancel de 20 por ciento para la parte restante que se desee importar, podrían entrar a Colombia 273 mil toneladas, el doble, con un costo efectivo arancelario de 10 por ciento.

En los análisis sobre lo que ocurrirá también debe tenerse en cuenta que los aranceles de protección que se fijaron en el TLC, además de definirse bajos y disminuyendo año por año hasta desaparecer, se calcularon teniendo en cuenta los promedios de los precios de varios años. Pero esta operación, que puede tener cierta validez estadística, se estrella contra la realidad de la vida. Porque para muchos productores la quiebra puede venir si en el momento de sacar su producción lo precios caen, así hayan sido remunerativos en otras ocasiones. Y este riesgo es, por supuesto, mayor en productos de ciclos semestrales o en el negocio de la carne de pollo, donde el capital se pone en riesgo cada seis meses o cada 40 días. Es por estas realidades y por la certeza de que el desorden en el comercio desordena la producción por lo que en los países desarrollados la norma son las políticas públicas que les dan garantías de costos y de precios a las gentes del agro.

En el TLC, y como otra astucia, los plazos fijados para la desgravación no terminan en el último día del año acordado sino en el primero, de manera que cinco años equivalen a cuatro y así... En la llamada “renegociación”, además, Estados Unidos impuso que, exceptuando arroz y azúcar, los plazos de desgravación de los demás productos no empezarán a contarse a partir de la legalización del Tratado, según lo acordado inicialmente, sino desde el 27 de febrero de 2006, la fecha del anunciado cierre del acuerdo. De esta manera Estados Unidos adelantó en por lo menos un año la desprotección de Colombia. ¿Cuánto le costará al país este otro acto de sumisión de Alvaro Uribe?

El primer gran damnificado en el agro será el sector de los cereales, certeza que suelen compartir por lo menos en privado hasta los criollos partidarios del TLC, pues no hay ninguna posibilidad de resistirles a las productividades gringas y a sus enormes subsidios. Y al justificar dicha pérdida suelen afirmar que el trigo y la cebada -que quedaron en canasta A, es decir, en cero protección desde el primer día de vigencia del Tratado- ya casi desaparecieron de la geografía nacional, a la par que ocultan que podrían reaparecer si se quisiera y que su agonía no es un castigo del cielo sino el efecto de las decisiones que se tomaron desde 1990, incluidas las de la administración Uribe Vélez. Las teorías con que arguyen que es positivo comprar en el exterior el trigo y la cebada que Colombia podría producir con grandes beneficios para el país constituyen mediocridades. La primera es que resulta mejor sembrar flores en la Sabana de Bogotá que trigo o cebada, inventándose una contradicción por tierra que no existe, pues hasta un colegial sabe que en el altiplano cundiboyacense, en Nariño y en otras zonas de clima frío hay tierras de sobra para aumentar el área en invernaderos para flores -si hubiera más mercado, que tampoco lo hay- y para cultivar de manera extensa cualquier otro bien que se quiera. Y alegan también que en el trópico, por razones del menor asoleamiento, no pueden ser productivos estos cereales, afirmación insostenible que es el colmo que se esgrima justo cuando se está descifrando el genoma y que silencia que el país fue autosuficiente en cebada hasta 1990, año en el que todavía era un importante productor de trigo, a pesar de que desde 1956 empezó la política de Estados Unidos de imponerle a Colombia la compra de los llamados “excedentes” agrícolas. Y si el problema es lo tropical, ¿cómo explican que Washington también haya decidido usar el TLC para acabar con el trigo en Chile, país de zona templada?

En el caso del maíz (amarillo y blanco), el TLC también busca hacer irreversibles las importaciones que hoy llegan a 1.800.000 toneladas, cuando en 1990 eran de apenas 17.000, y aumentar esas compras en por lo menos otro millón en un plazo brevísimo, porque la cuota de libre importación acordada para el primer año llega a 2.236.000 toneladas (con crecimiento del 5 por ciento anual) y porque los aranceles para la parte restante empezarán en el muy bajo nivel del 20-25 por ciento y se eliminarán en apenas 12 años, plazo que se acordó con el evidente propósito de engañar a los colombianos. Y el sorgo desaparecerá de inmediato, dado el tamaño del contingente de libre importación (21 mil toneladas) y lo bajo del arancel que le fijaron a la parte restante (25 por ciento).

La desgravación del arroz concluirá el primero de enero del año diecinueve contado a partir del 27 de febrero de 2006, el contingente de libre acceso inicial será de 79 mil toneladas de calidad blanco (con un crecimiento del 4 por ciento anual), el arancel para la importación por fuera de cuota empezará en el 80 por ciento y su desgravación tendrá un período de gracia de 6 años. Pero estas cláusulas, que no se explican por la generosidad del Imperio ni por la conducta de los “negociadores”, sino por la resistencia del sector encabezada por la Asociación Nacional por la Salvación Agropecuaria, no impedirán su crisis, incluso antes de lo que aceptan los panegiristas del “libre comercio”. Esto porque, como ya se mencionó y lo confirma la experiencia de años anteriores, las importaciones agropecuarias, así sean relativamente menores, presionan a la baja los precios de compra en el mercado nacional, al dotar de un mayor poder a los intermediarios.

Con la complicidad de la principal agremiación de cultivadores de algodón de esos días, este fue el cultivo más rápidamente golpeado por la apertura de 1990, porque ni siquiera fue incluido en el Sistema Andino de Franjas de Precios (SAFP) ni en ninguno de los otros instrumentos de protección que sí se les otorgaron a los demás. Si hoy algo de este se cultiva es porque el gobierno, no obstante los incumplimientos de sus promesas a los algodoneros, los subsidia mediante un precio de sustentación, defensa que tendría que mantenerse con el TLC, donde le determinaron cero arancel desde el primer día, lo que pone en duda su supervivencia. Y la pone en duda porque será muy difícil o imposible mantener vivo el cultivo del algodón en Colombia sobre la base de lograr que la Tesorería del gobierno colombiano enfrente a la de Estados Unidos, y eso en el supuesto de que se intentara.

La soya fue otro de los productos duramente golpeados por la apertura, y difícilmente podrá sobrevivirle al TLC, pues la soya boliviana que hoy se importa será reemplazada por la más barata de Estados Unidos, en un caso clásico de “desviación de comercio”. Así lo indica también la libre importación de fríjol y torta de soya desde el primer día de vigencia del Tratado y la eliminación del arancel de otros aceites en 5 años y del crudo de soya en 10 (pero con contingente de 30 mil toneladas), los cuales, además, quedaron con bajos aranceles de protección, del 23 y 24 por ciento. Y las importaciones de soya deben sustituir lo productos más costosos derivados de la palma africana que se consumen en Colombia, tal y como era de esperarse y como lo explica Garay en su estudio, en el que calcula que las ventas de los palmeros podrán reducirse hasta en el 19 por ciento.

La papa procesada, de consumo cada vez mayor en el país por el cambio de las costumbres, al igual que la fresca, quedó en Canasta A, de desprotección inmediata. Y la congelada se desprotegerá del todo, desde el 15 por ciento de arancel, en apenas 5 años. En el papel, el fríjol quedará protegido por 10 años, pero en la realidad será sacrificado mucho antes porque la mitad del arancel con el que empieza su desgravación, de 60 por ciento, se eliminará el primer año, con el agravante del adelanto ya mencionado de los plazos.

La carne de pollo quedará totalmente desprotegida en 17 años, pero ese plazo es más demagógico que efectivo por cuanto, según ha explicado Fenavi, la agremiación de los avicultores, el arancel para los cuartos traseros (perniles y rabadillas) sazonados quedó en apenas el 70 por ciento, cuando la tonelada cuesta en Estados Unidos 506 dólares y en Colombia 1.650, en razón de que, como es sabido, los estadounidenses consideran desechos esas partes de las aves. También puede arruinar al sector que después de cerrada la “negociación” el 27 de febrero de 2006, Estados Unidos impusiera cero arancel a los cuartos traseros troceados, a la carne deshuesada mecánicamente y a la sin pellejo, concesión inaudita que el gobierno colombiano ha ofrecido corregir pero sin que lo haya hecho. Y la carne de las gallinas ponedoras de huevos que terminaron su vida útil, considerada también de desecho, podrá importarse pagando un arancel de apenas el 45 por ciento. Fenavi acierta cuando en aviso en la prensa denunció: “Si la negociación fue mala, la renegociación fue peor”.

En cuanto a la carne y los despojos de cerdo, quedarán desprotegidos en apenas un lustro contado a partir del 27 de febrero de 2006, plazo que augura que habrá una crisis antes de esa fecha, según han dicho sus dirigentes, pues además no quedó ninguna limitación al volumen que puede importarse y sus aranceles de protección empezarán en los muy bajos niveles de 30 y 20 por ciento, respectivamente. Razón tiene, entonces, Fredy Velásquez, presidente de la Asociación Nacional de Porcicultores, cuando explica que “fuimos sacrificados por conveniencias políticas con Estados Unidos”, sacrificio que puede costarles la ruina a muchos de los 80 mil productores, pues apenas alrededor de tres mil son tecnificados.

La protección contra las importaciones de carne de reses gringas se eliminará en el muy corto plazo de 10 años, pero desde el primer día habrá libre acceso para lo que Washington definió a su antojo como High Quality Beef (calidades prime y choice), que representa el 60 por ciento de su oferta exportable. Entrarán con cero arancel 4.621 tonelada de vísceras (el 12 por ciento del mercado nacional), cuota que tendrá un crecimiento del 5 por ciento anual, pero con la advertencia de que llegarán más porque por ser desecho en Estados Unidos se comercializa a precios bajísimos, en tanto que el arancel de protección, que se irá reduciendo hasta desaparecer, empezará en apenas el 50 por ciento real. Igual puede decirse de la carne de calidad estándar, con cuota de 2.100 toneladas, pero con el mismo bajo arancel para la parte por fuera de la cuota. Y con lo impuesto por la Casa Blanca sobre importaciones de carnes de reses de más de treinta meses, a pesar del riesgo del mal de las vacas locas, se le abrieron las puertas a la carne del ganado lechero ya desechado en ese país. Tan contrario a lo propuesto por la Federación Nacional de Ganaderos (Fedegan) terminó siendo lo acordado en carne y leche, que José Félix Lafaurie, presidente de esta agremiación y quien fuera viceministro de Agricultura de César Gaviria, tuvo que evadir el balance apelando a un retruécano: “Nos fue como nos fue”.

En el análisis de las pérdidas que tendrán los productores de carnes de cerdo y res debe considerarse que estas también sufrirán por efecto de su sustitución por pollo importado, fenómeno suficientemente documentado en este y en casos como el de los derivados de la soya en reemplazo de los de la palma africana y que en Colombia ha ocurrido en la misma medida del “libre comercio” y del empobrecimiento nacional: mientras entre 1995 y 2005 el consumo anual de carne de res por habitante disminuyó de 20 a 17,4 kilos y el de cerdo de 3,3 a 2,8 kilos, el de pollo aumentó de 11,8 a 16,5 kilos (40 por ciento). Luis Jorge Garay calculó además, empleando en parte estudios de Fedegan, que en el escenario de una caída del precio del pollo de 30 por ciento, la demanda de carne de bovino en Colombia debe verse reducida en 6 por ciento y la de cerdo en 24 por ciento.

Y los lácteos se desprotegerán entre 11 y 15 años, pero con graves pérdidas desde el principio, pues a partir del primer día entrará un contingente de nueve mil toneladas con cero arancel, cuota que crecerá al 10 por ciento anual. Además, el arancel de protección contra la leche en polvo por fuera de cuota quedó en el bajo nivel del 33 por ciento y los lactosueros -el desecho que queda de la producción de quesos- se dejaron en desprotección inmediata, producto al que Fedegan había pedido clasificar igual que a la leche en polvo, como de “extrema sensibilidad”, y concesión que los lecheros pidieron no hacer porque sería el “acabose” del sector (Portafolio, 6 de febrero 2006).

Con razón, por otra parte, la Oficina de Comercio de Estados Unidos celebró como un éxito lo acordado en frutas y hortalizas, porque las estadounidenses podrán ingresar a Colombia sin problemas de ningún tipo y con cero arancel desde el primer día (tienen 15 por ciento), mientras que las nuevas exportaciones colombianas de estos sectores deberán vencer, además de los bajos precios gringos y los de los otros países competidores, las férreas barreras sanitarias y fitosanitarias estadounidenses. Viene al caso recordar que al inicio de las negociaciones del TLC la secretaria del Departamento de Agricultura de Estados Unidos expresó que esperaban aumentar las exportaciones de hortalizas, entre otros sectores.

El azúcar hay que diferenciarlo porque también demuestra hasta la saciedad el carácter descaradamente arbitrario de las imposiciones de la Casa Blanca y la actitud sumisa del gobierno de Colombia. Como la producción azucarera de Estados Unidos es de las más costosas del mundo, el azúcar colombiano (o el centroamericano) tiene tantas condiciones para tomarse ese mercado que en la “negociación” Colombia pidió una cuota de libre acceso inmediato de 500 mil toneladas anuales, más un fuerte incremento año por año. Pero como Imperio es Imperio y vasallo es vasallo, la Casa Blanca escogió al azúcar como el único producto excluido del Tratado, pues solo en este caso el arancel jamás llegará a cero por ciento. Colombia, que produce 2,7 millones de toneladas, solo consiguió una cuota de exportación de escasas 50 mil toneladas, con un crecimiento anual del ínfimo uno y medio por ciento. Para empeorar las cosas, el país se desprotegerá frente a las importaciones de jarabe de maíz gringo en 9 años, endulzante que desplazará en proporciones importantes las ventas de azúcar nacional en el mercado interno y que terminará por golpear, de carambola, a los paneleros. Y el uribismo, como si fuera poco, aceptó desgravar los confites y chocolates gringos de manera inmediata, en tanto en la cuota de azúcar que Estados Unidos otorgó se incluyen los productos con alto contenido de ese producto (confites y chocolates), bienes que tampoco se desgravarán.

Entre los aspectos con los que hizo demagogia el gobierno durante la “negociación” estuvo el de las “fuertes” salvaguardas con las que se dotaría Colombia para enfrentar el esperado y rápido aumento de las importaciones agropecuarias estadounidenses, instrumentos que dijeron reemplazarían unos aranceles irremplazables. ¿Y qué pasó? Que las salvaguardas que ofrecieron con una vigencia indefinida y para casi todos los productos quedaron, a la hora de la verdad, convertidas en unos paliativos que desaparecerán una vez concluya el período de desgravación y solo cubrirán el arroz, el fríjol y el pollo. Su diseño, además, es de una mediocridad tal que no tiene ninguna capacidad para impedir las pérdidas que sufrirán dichos productos.

Por otra parte, mientras que Estados Unidos y Perú establecieron en el TLC certificaciones de origen para el pisco peruano y los whiskys Tennessee y Bourbon estadounidenses, Colombia nada logró en este sentido para su café, más allá de una carta rodillona del ministro Botero y de una respuesta displicente de un funcionario gringo que en nada obliga a ese país. El Imperio, además, pudo darse el lujo de imponerle a Colombia la libre importación al país de café colombiano y peruano procesado en Estados Unidos, concesión tras la que inevitablemente llegarán de contrabando cafés asiáticos y africanos. En el colmo de los colmos, el uribismo también aceptó un contingente de importación de cafés de Africa y Asia transformados en Estados Unidos, cupo que no por pequeño carece de significado porque tiene la gravedad de haber abierto una puerta que nunca debió abrirse. Y la Casa Blanca también le impuso a Colombia “trabajar juntas hacia un acuerdo en la OMC” sobre empresas comerciales del Estado, acuerdo que podría arrebatarle al Fondo Nacional de Café su capacidad para intervenir en las exportaciones y en las compras internas, un viejo sueño de los intermediarios estadounidenses.

De acuerdo con lo concedido como de libre importación para el primer año, Estados Unidos ganó derecho a exportar, y con toda certeza, 4.629.000 toneladas de productos del agro, en tanto Colombia obtuvo el derecho a vender 63 mil toneladas ciertas, desglosadas en cincuenta mil toneladas de azúcar, cuatro mil de tabaco y nueve mil de lácteos, aunque la última cifra habrá que verla. Porque la cuota de exportación de carne de res de Colombia que aparece en los informes oficiales y que fue mañosamente atada a una cuota de OMC que nunca se ha podido cumplir, lo dicen los propios “negociadores”, no tiene ni la más remota posibilidad de concretarse en el corto plazo, y porque, como se verá, las ventas de biocombustibles, de nuevas frutas y de hortalizas son inciertas. Si se hacen las cuentas del área bajo cultivo y los empleos que sufrirán los embates del TLC solo en arroz, maíz, fríjol, papa, cebada y trigo se llega a un millón y medio de hectáreas y a unos 460 mil empleos. Si se suman palma africana y caña panelera y de azúcar hay que agregar 570 mil hectáreas y otros 430 mil empleos. Y entre pollo y cerdo están en juego 250 mil empleos y 80 mil productores.

Y para hacerles más difícil a los productores agropecuarios competir con las importaciones más baratas que llegarán de Estados Unidos, el texto del TLC y la propia lógica del “libre comercio” los golpearán de otras maneras. En el artículo 16.9 del Tratado se dice que si un país signatario no permite patentar plantas “a la fecha de entrada en vigor de este acuerdo (el caso de los andinos, porque sus normas lo prohíben), realizará todos los esfuerzos razonables para permitir dicha protección mediante patentes”, norma que golpeará a los fitomejoradores y a los agricultores colombianos, pues fortalecerá el monopolio de semillas de las trasnacionales, que incluso podrán perseguir legalmente a quienes las resiembren sin pagar los derechos que se definan(1). El TLC encarecerá los agroquímicos y la droga veterinaria, porque con el capítulo de propiedad intelectual se prolongará de veinte a treinta años el monopolio de las trasnacionales estadounidenses sobre muchos de estos. Es conocida también la política que busca cobrar, y cada vez más cara, el agua que se utiliza en el agro, paso previo a la privatización de los distritos de riego y del propio líquido, aberración esta última que permite el Tratado. El sistemático incremento de los precios de los combustibles, y de los agroquímicos que los utilizan, no tiene como única explicación el aumento de la cotización del petróleo, porque también cuentan los altos impuestos que los gravan (38 por ciento en la gasolina) y que contrastan con los menores que se cobran a las trasnacionales para atraerlas al país, así como con las modificaciones legales para que al sector de hidrocarburos se lo tomen las trasnacionales, asuntos todos relacionados con las adecuaciones al “libre comercio”.

No es sorprendente, entonces, que Rafael Hernández, presidente de Fedearroz y de la junta directiva de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), haya afirmado:

“Los negociadores de Colombia cedieron totalmente frente a las pretensiones de EU. Veo un panorama oscuro para la mayor parte del sector agropecuario” (El Tiempo, 28 de febrero de 2006). “No fue un tratado equitativo, como se comprometió el Presidente de la República con nosotros, sino una imposición de Estados Unidos. Por eso me retiré de la mesa de negociaciones”. “El Ministro de Agricultura habla olímpicamente de que las zonas afectadas con el TLC se pueden reconvertir. Pero hay zonas como Saldaña que no se puede sembrar sino arroz. Tratar de reconvertirlas es un error. Eso lo sabe el Presidente de la República. Yo se lo planteé en Washington” (Declaraciones en Usosaldaña, 16 de marzo de 2006).

Y citas del mismo tenor pueden transcribirse de los restantes dirigentes de la SAC, exceptuando a los de los sectores exportadores, con la diferencia de que el común de aquellas se expresaron antes de concluir la “negociación”, mientras que las de Hernández son posteriores. Pero si algunos cambiaron la tonada no es porque a sus sectores les haya ido bien, con logros siquiera remotamente cercanos a las tímidas propuestas que hicieron sus dirigentes, sino porque decidieron acomodarse frente al poder y la chequera del Mesías que desquicia y manipula a Colombia, luego de haberse decidido a dar unas volteretas que, presumiendo el pudor, no podrán relatarles a sus nietos con orgullo.

La quimera de exportar más

Una vez los “negociadores” colombianos no pudieron seguir insistiendo en la falacia de que iban a proteger el país ante las importaciones agropecuarias estadounidenses subsidiadas, pasaron a decir que lo importante era el acceso de algunos productos al mercado de Estados Unidos (!?), porque las exportaciones convertirían en “ganador” al agro nacional. Y ante la pregunta de cómo modificarían las normas sanitarias y fitosanitarias de Estados Unidos, conocidas por constituir barreras de protección mayores que las mismas arancelarias, juraron cambiarlas en la “negociación”. A este punto le dieron tal importancia una vez ya nadie quiso insistir en el ridículo de que la producción nacional no iba a ser sacrificada por los productos estadounidenses, que José Félix Lafaurie, presidente de Fedegan, alcanzó a afirmar que “sin acceso real al mercado de Estados Unidos, el TLC no es moral ni políticamente sostenible”. Pues bien, aunque dicho Tratado no hubiera sido defensable en Colombia ni siquiera con unas mejores posibilidades para vender productos del agro en el mercado estadounidense, la verdad es que dicho acceso no se logró, así algunos afirmen lo contrario.

Al respecto, el ministro de Comercio, Botero Angulo, en carta dirigida al Congreso de Colombia, fue capaz de decir que los productos colombianos tendrán “acceso real” a Estados Unidos, pues lo acordado en medidas sanitarias y fitosanitarias evita el “abuso en la imposición de barreras no arancelarias”. Y el ministro de Agricultura, Andrés Felipe Arias, afirmó que “el acceso alcanzado para nuestros productos es acceso real”. Mentiras. Porque si algo se impuso fue el mantenimiento de las talanqueras con las que la Casa Blanca, con estas razones, protege el agro estadounidense.

Antes de la firma del Tratado, la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC) explicó: “Las negociaciones con EU han sido difíciles, en la medida que al inicio de las mismas ese país manifestó el interés de preservar su statu quo en materia sanitaria, es decir, no ir más allá de lo que hoy existe en el Acuerdo de Medidas Sanitarias y Fitosanitarias de la OMC”. Además dijo que “Si no se tiene la posibilidad de recurrir al mecanismo de solución de controversias tal como está planteado en el capítulo sanitario del TLC, las posibilidades de lograr que (sic) los desarrollos sanitarios del comité o los grupos de trabajo son nulas”(2). ¿Y qué se acordó? Artículo 6.2 del TLC: “Disposiciones generales: 1. Las partes confirman sus derechos y obligaciones existentes con respecto a cada una de conformidad con el Acuerdo MSF” (Acuerdo MSF quiere decir las Medidas Sanitarias y Fitosanitarias de la OMC). “2. Ninguna parte podrá recurrir al mecanismo de Solución de Controversias establecido bajo este Acuerdo para ningún asunto que surja bajo este capítulo”. A lo anterior le añadieron, para engañar a los desconocedores del tema, un Comité Permanente que en nada cambia las cosas, porque en él Colombia no tiene ningún poder decisorio y porque su primer propósito es “impulsar la implementación por cada una de las partes del Acuerdo MS y F” de la OMC (artículo 6.3). Más claro no canta un gallo, así sea gringo.

Pero ante la actitud contumaz de los ministros de Agricultura y Comercio de Colombia de faltar a la verdad con respecto a lo pactado en acceso al mercado de Estados Unidos por razones sanitarias, falsedad que ha contado con la complicidad de algunos dirigentes gremiales del agro, no sobra otro análisis, este de Luis Jorge Garay en el libro citado atrás:

“A pesar de la opinión expresada por el gobierno y los gremios, conviene señalar que de la lectura del texto no parecen derivarse obligaciones concretas para las partes que garanticen que a la luz de los puntos incluidos, puedan solucionarse los problemas de índole sanitaria y fitosanitaria de Colombia y abrirse así oportunidades de exportación para varios productos colombianos, tales como los cárnicos, las frutas y las hortalizas. En buena parte lo que se desprende del texto del compromiso son manifestaciones de intención. A manera de ejemplo, en el literal c) del texto de compromiso se afirma que la parte exportadora puede presentar evidencia científica para sustentar la evaluación de riesgo de la parte importadora, pero en ningún momento obliga a la parte importadora a tener en cuenta la evidencia científica presentada por la parte exportadora”.

Y para acabar de desnudar a los ministros de Alvaro Uribe en sus falacias, sirve también la explicación dada por Juan Lucas Restrepo, jefe de los “negociadores” de Colombia en la mesa de asuntos sanitarios, quien, en sus propias palabras, dice que el poder de decisión quedó en manos de los estadounidenses: “Pero lo que temíamos -y aún tememos- es que, en la práctica, se restrinja indefinidamente el ingreso de los productos colombianos a ese mercado con argumentos paraarancelarios, como un excesivo rigor en el cumplimiento de las normas sanitarias y de inocuidad” (Carta Ganadera, “Informe especial TLC y ganadería”, p.134).

Luego si el día de mañana Colombia logra exportarle algún producto agropecuario nuevo a Estados Unidos, ello no sucederá porque el TLC le haya otorgado ese derecho, sino porque a Washington -de manera unilateral, y según sus conveniencias, como es obvio- se le dio la gana de dar esa posibilidad, la cual, es seguro, le cobrará al país de alguna manera.

Entonces, si las pérdidas agrarias para Colombia habrán de ser muy grandes, las ganancias serán exiguas y no las compensarán de ninguna manera. Constituye un engaño afirmar que en exportaciones de banano y café se consiguió algo con el Tratado, pues el libre acceso de estos productos al mercado estadounidense se remonta a casi un siglo, derecho que se ha pagado a grandes costos y que la Casa Blanca no puede modificar sin violar la propia legalidad comercial consagrada por ella en varias instancias y en la propia OMC. En flores lo que se consigue es lo que se tiene con el Atpdea, que representa unos 26 millones de dólares al año en menores aranceles, suma que si se perdiera no sería el fin de ese sector, que bien podría funcionar avanzando en competitividad, con menores utilidades para sus empresarios o con subsidios del Estado colombiano iguales a la suma perdida(3). Y lo logrado en exportaciones de tabaco también es mediocre, porque los gringos impusieron un contingente con libre acceso inmediato de apenas cuatro mil toneladas y desgravación a 15 años, a partir de un arancel prohibitivo del 350 por ciento, ¡el más alto del TLC!

Con respecto a las afirmaciones alegres del uribismo, que ponen a Colombia a exportar ingentes cantidades de frutas y hortalizas, carne de res, lácteos y biocombustibles, sirven unas reflexiones. Ya se dijo que las barreras sanitarias son un obstáculo cierto y hasta ahora infranqueable para exportarle a Estados Unidos varios de estos bienes, a lo que hay que agregarle que el país tampoco tiene oferta exportable, caso que es evidente en el sector hortifrutícola e incluye hasta la ganadería, según ha explicado la propia Federación Nacional de Ganaderos (Fedegan). En efecto, esta ha dicho que conseguir la capacidad nacional exportadora será obra de 20 ó 30 años cuanto menos de incrementos en el hato y de un lapso similar para cambiar el tipo de ganado que se produce en Colombia por el que les gusta a los consumidores gringos(4). Tan escasas son las posibilidades en este sentido, que el programa exportador de Fedegán no se refiere a un país exportador, ni a una región exportadora, sino a “Fincas para la exportación”.

En el caso del alcohol carburante hay que saber que su producción para el consumo interno se sustenta en subsidios que superan los cien millones de dólares anuales y que cualquier galón de exportación tendría que lograrse a partir de la situación improbable de derrotar en la competencia a la muy poderosa producción brasileña y a la propia industria estadounidense, que compite teniendo a su favor fuertes subsidios oficiales al maíz de donde allá se extrae el alcohol, además de los muchos que también recibe el proceso industrial. Que no resulte que Colombia termine por tener problemas con el alcohol carburante importado, posibilidad que autoriza la legislación nacional y el TLC. Sobre la exportación de biodiesel producido a partir de aceite de palma africana hay menos certeza aún y caben iguales o mayores dudas que sobre el alcohol, porque los subsidios para su consumo en Colombia tendrían que ser mayores y porque ni siquiera existe en el país una empresa que haga esa transformación a escala industrial. Incluso, ¿no llama la atención que al momento de terminar este texto, y con la venia del uribismo, se haya hundido en el Congreso el proyecto de ley que ordenaba mezclarle el 5 por ciento de biodiesel al ACPM que se emplea en Colombia?

Pero incluso si se lograran exportaciones importantes de biocombustibles a Estados Unidos, ni así el TLC sería defendible. Porque ello no evitaría las grandes pérdidas señaladas y porque se sustentarían a un costo por subsidios enorme para Colombia. ¿Hasta cuándo insistirán en meterle gato por liebre al país, legitimando las políticas regresivas por la vía de exceptuar a unos cuantos de las consecuencias de las decisiones que les hacen daño a casi todos?

En el texto acordado se desnuda de otra manera la actitud en extremo sumisa del gobierno colombiano. Allí se consignó (Apéndice uno del capítulo dos), ¡desafuero casi increíble pero cierto!, que si en el futuro Colombia suscribe un tratado con otra nación a la que le dé mejores condiciones agrarias que las otorgadas a Estados Unidos, deberá trasladárselas al Imperio; pero que si es este el que pacta con un tercero cláusulas superiores a las que le otorgó a Colombia, no tendrá que concedérselas a los colombianos. ¿Y no se supone que la reciprocidad en los términos de los tratados internacionales debe ser uno de sus presupuestos mínimos o que si hay cláusulas discriminatorias, estas deben favorecer a la parte débil? ¡Cuánto debe agradecer Alvaro Uribe Vélez que una indignidad como esta la ignore casi toda la nación!

Además, en otro acto de acatamiento al Imperio, en el TLC el gobierno aceptó reconocer como “equivalente al de Colombia” el sistema de inspección de carnes y aves del Servicio de Inocuidad Alimentaria e Inspección -FSIS- del Departamento de Agricultura de Estados Unidos en relación con el mal de las vacas locas y la influenza aviar, concesión gravísima que pone en grave riesgo sanitario al país y que además se hizo violando las normas andinas al respecto y poniéndola en vigencia desde mayo de 2006, mucho antes de la fecha en la que empezará el trámite de aprobación del TLC. Es falso, entonces, que el caso de las vacas locas hubiera sido un asunto “paralelo” al Tratado, como dijo el Ministerio de Comercio. Porque en lo que firmaron Arias y Botero al respecto ni siquiera dejaron establecido que solo podría importarse carne de reses de menos treinta meses, límite de edad que, como se vio, terminó por eliminar el Imperio en otro pasaje en el que a lo desventajoso para Colombia se le sumó la indignidad del sometimiento.

Es irrefutable concluir, por tanto, que mientras las pérdidas agropecuarias constituyen certezas, las anunciadas ganancias son apenas posibilidades, ilusiones, quimeras, sobre las cuales nadie puede ofrecer ninguna certidumbre. Al respecto basta con leer las astutas pero irresponsables afirmaciones sobre las supuestas exportaciones agropecuarias colombianas conseguidas con el TLC, en las que son comunes los “podría”, “posiblemente”, “es de esperarse”, “en el futuro”, “si”, etc., etc., que bien ilustran que los que así peroran no van a ser arruinados con el Tratado y que poco les importa el interés nacional.

Pero incluso si se reemplazaran unos productos de venta en el mercado interno por otros de exportación, los daños sociales serían inmensos, pues es evidente que solo por excepción podrían hacerlo los mismos productores que van a arruinarse. ¿O es que cada lote de tierra sirve para sembrar cualquier cosa y, entonces, basta con decidir cambiar un cultivo por otro para hacer dicha sustitución? A quien se arruina en el maíz, por ejemplo, ¿cómo le sirve que otro colombiano -en otra parte del país, además- gane cultivando uchuvas? ¿Y qué pasará en las poblaciones que perderán la producción de las zonas rurales de las que viven? Claro que para los neoliberales nativos, para quienes la economía que no sea la del capital extranjero se reduce a meros números que no representan personas, poco o nada importan las consecuencias sociales de las decisiones.

Una vez se confirmó que las pérdidas agropecuarias del TLC iban a ser inmensas, Alvaro Uribe, con el propósito de coronar su entrega, diseñó un programa, no encaminado a resolver los problemas que habrá de generar el Tratado, problemas insolubles, sino a comprar el respaldo que requiere en el Congreso y entre la dirigencia gremial del empresariado agropecuario. El plan, llamado “Agro, ingreso seguro”, cuyo nombre doloso les desnuda el alma a sus autores, le ofrece al sector unos recursos por completo insuficientes para impedir la crisis, pero sí suficientes para facilitarles más instrumentos clientelistas a los parlamentarios uribistas que deberán aprobar el Tratado. Y esos pesos también servirán, como ya se está viendo, para dejar al descubierto el lamentable espectáculo de unos representantes gremiales engarzados en disputárselos, a pesar de ser notorio el objetivo del gobierno de dividirlos y comprarles su respaldo a un acuerdo que empobrece a los productores que los contrataron para defenderlos. Otra vez la astucia de separar la suerte de los dirigentes de la de los dirigidos y la personal de la de la nación. Ojalá nadie informado incurra en la estupidez de decir en público que esa suma, de 500 mil millones de pesos anuales durante unos seis años, servirá para neutralizar los conocidos y enormes subsidios que Estados Unidos les regala y les regalará cada año a sus productores agropecuarios. Un papel parecido, de manipulación de incautos y creación de clientelas dentro y fuera del Congreso, tendrá la llamada “agenda interna” que según afirman aportará los programas y la plata para la infraestructura que hará competitiva a Colombia frente a Estados Unidos. Porque quien lo desee puede confirmar que el gobierno no tiene de dónde sacar nuevos e importantes recursos para ese fin, por lo que esta tendrá la misma y escasa plata de siempre, pero estrenando nombre.

Ataque matrero a la soberanía

Es evidente que la estrategia agrícola que Estados Unidos pretende consolidar con el TLC consiste en monopolizar o en controlar en grandes proporciones la producción de la dieta básica de los colombianos (cereales, principalmente, y cárnicos, lácteos y oleaginosas), ofreciendo a cambio la posibilidad (que no la certeza) de exportarles a los estadounidenses más productos tropicales además de café, banano y flores (uchuvas, pitahayas, etc.), ventas que deberán hacerse a precios muy bajos porque habrá que derrotar en la competencia a casi todos los demás países del continente y a muchos del mundo. La propuesta, parte de las imposiciones del Plan Colombia(5), no puede ser más leonina. Porque con ella Estados Unidos “renuncia” a sembrar los tropicales que el clima le impide cosechar, mientras que Colombia sí se condena a no producir bienes que la naturaleza le permite sembrar. Y en estos negocios los colombianos serán perdedores de otra manera, incluso en el supuesto caso de que pudieran aumentarse las ventas de bienes propios del trópico, pues es bien sabido que con la parte fundamental de las ganancias se quedan las trasnacionales del comercio internacional de alimentos y los monopolios que en las metrópolis venden al final de la cadena, como bien lo muestra la suerte de los cafeteros, a quienes por su grano no les llega ni el 10 por ciento del precio que paga el consumidor final. ¿Carecerá de relación el probable aumento de las exportaciones de tabaco colombiano con las ganancias de las trasnacionales y la condición paupérrima de los campesinos de este cultivo?

Pero a la gravedad de la especialización en tropicales porque empobrece a muchos y al país como un todo, incluida la industria, al debilitar el mercado interno, se suma un aspecto que puede ser el peor: como estos no constituyen dieta básica -hay quienes los llaman productos postre-, especializarse en ellos le arrebata a Colombia la seguridad alimentaria (o soberanía alimentaria), uno de los fundamentos nada menos que de la soberanía nacional, la cual constituye el derecho político sin el cual ninguna nación podrá responder a sus necesidades de progreso y bienestar.

El concepto de seguridad alimentaria no fue acuñado por los países pobres de la tierra sino por los europeos e incluso existe en las teorías de la FAO-ONU. Y tiene que ver con la importancia fundamental de tener a la mano los alimentos, a partir de reconocer que la comida es un bien que hay que distinguir de los demás, por el hecho evidente de que si se pierde el acceso a ella no solo se padece de una carencia sino que se deja de existir. Y la disponibilidad de que se habla en este caso no es de la económica, la de poseer dinero con qué adquirir los alimentos, pues estos podrían no estar disponibles aunque se dispusiera con qué comprarlos, sino de la relación física y en todo momento, la cual puede desaparecer por diversas circunstancias. La historia de la humanidad abunda en casos de hambrunas que muestran bien de qué trata la seguridad alimentaria, concepto que, como es obvio, debe definirse en relación con lo nacional y no con lo global (como dicen los neoliberales), pues son muchas las situaciones que pueden interrumpir los flujos del comercio internacional, como se ha visto a lo largo de la historia.

El sitio de Cartagena en 1811, en el que las tropas del imperio español sometieron por hambre a la Ciudad Heroica, se constituye en el recordatorio del tipo de mundo en que se vive, así la desvergüenza de unos y la ingenuidad de otros lo niegue. Que estas no son cosas del pasado puede demostrarse hasta la saciedad, como bien se encargó de recordarlo un alto funcionario del gobierno estadounidense, quien explicó que, como mecanismo de presión, las exportaciones de alimentos a un país podrían ser suspendidas(6). ¿No constituye una severa advertencia que la ONU y la FAO, el Fondo Mundial de Diversidad de Cultivos, once importantes instituciones agrícolas y setenta países hayan decidido construir en Noruega unos silos subterráneos y blindados para depositar en ellos tres millones de semillas de diversas especies para precaver a la humanidad en caso de “guerra nuclear, impacto de asteroides, atentado terrorista masivo, pandemia, catástrofes naturales o cambio climático acelerado”?

Es más, quien se ponga en la perspectiva adecuada en la que hay que ponerse, e incluya en sus análisis las décadas, los siglos y los milenios, tendrá que aceptar que crisis en la producción de alimentos y graves interrupciones en los flujos del comercio internacional de estos no constituyen posibilidades sino certezas, sobre las que apenas puede ponerse en duda la fecha en que ocurrirán. Por tanto, hay que calificar como un atentado contra Colombia y la propia especie la imposición neoliberal de concentrar en unos cuantos países la producción de comida del mundo, política monstruosa que es más indignante cuando se sabe que ella tiene como único sustento la decisión miserable de unos cuantos monopolistas de embolsillarse unos miserables dólares.

Y la defensa de la seguridad alimentaria pero convirtiéndola en un problema que solo atañe a que los campesinos produzcan en sus parcelas sus propios alimentos, así fuera posible y no terminaran arruinados, deja sin respuesta una pregunta: ¿quién les garantiza esa seguridad a los habitantes urbanos y a los rurales que no son propietarios de tierras? El campesinado, por tanto, al igual que los empresarios y los obreros agrícolas, debe defender el mercado urbano del país como el principal objetivo de sus esfuerzos.

Ante lo retardatario de los objetivos agrarios del TLC, y ante el desespero que los acosa, los neoliberales criollos han recurrido a dos teorías para velar el desafuero que tienen decidido imponer: que proteger el agro nacional es defender los intereses de unos cuantos terratenientes y que las importaciones subsidiadas deben agradecerse porque con ellas se les ofrece comida barata los colombianos, disparates que es natural que no convenzan pero que sí los retratan de cuerpo entero.

Hay que tener muy poco apego a la verdad para decir que en el agro nacional solo hay grandes hacendados y que serán estos los principales lesionados con el TLC. Porque los propietarios rurales llegan a 3.733.513 y el 87 por ciento de los predios ocupa entre 0 y 20 hectáreas, a la par que apenas 2.431 tienen más de 500 hectáreas. Este predominio numérico de los pequeños y medianos propietarios es cierto hasta en la ganadería, donde están las mayores propiedades rurales pero en la que también hay 236 mil fincas, alrededor de la mitad del sector, que sostienen menos de 10 reses cada una, con un promedio de 5. Y es fácil entender que los que más sufrirán con el TLC serán los productores más débiles, campesinos e indígenas, que carecen hasta de los más elementales recursos, como bien lo expresa que más del 90 por ciento de los habitantes de las zonas rurales se halle por debajo de la línea de pobreza, horrible realidad de la que también son responsables tres lustros de “libre comercio”.

Además, son los asalariados que trabajan con los empresarios los que más sufren cuando se arruinan sus patrones. Solo alguien muy ignorante o muy cínico puede presentarse, en el capitalismo, como amigo de los pobres levantando la tesis de que para ellos es bueno que desaparezca el empresariado. ¿No llama la atención que a los campeones del neoliberalismo colombiano les molesten tanto algunos de los ricos del agro de aquí, mientras favorecen, y de qué manera, a ciertos magnates nativos y a todos los de Estados Unidos? ¿Por qué silencian que las supuestas exportaciones de biocombustibles, con las que generan esperanzas, solo podrán darse, si es que ocurren, manteniéndoles grandes subsidios oficiales a algunos colombianos que se cuentan entre los más adinerados del país?

La afirmación de que lo único que importa en relación con los pobres es que los bienes que consuman sean baratos constituye un populismo ramplón, porque oculta el principio elemental de la economía que explica que solo hay consumo donde, primero, hay ingreso y que este solo aparece cuando, antes, hay trabajo y producción. Es obvio que los ideólogos de un mundo en el que la gente es solo consumidora, y que de ahí deriva su único interés, pertenecen al sector cada vez menor de personas que tienen asegurada su ocupación y su ingreso y que, por tanto, solo se preocupan por cuánto les cuestan los bienes. Que les pregunten a los desempleados y subempleados qué prefieren: si bienes nacionales caros y empleo o bienes norteamericanos baratos y desempleo, sin perder de vista que por la Colombia que hay que luchar es por una en la que el empleo, los buenos salarios y los costos menores no sean mutuamente excluyentes.

Los supuestos precios menores con los que los neoliberales les endulzan el oído a los despistados contienen otra verdad que poco mencionan: que ellos provendrían de la eliminación de aranceles -de bienes agrarios e industriales- por 690 millones de dólares, según cuentas del estudio citado de Planeación Nacional. Pero lo que no dicen es que esa suma, que también dejaría de ingresarle al fisco, la tendría que recuperar el gobierno con un aumento igual de los impuestos, y que el incremento de estos -por la concepción del “libre comercio”, que así lo exige para supuestamente atraer inversión extranjera- castigaría al pueblo mediante el aumento del IVA y los mayores tributos a los salarios.

Por otra parte, es evidente que son muchos los casos en los que la existencia de un producto más barato no significa que así mismo le llegue al consumidor final, porque puede suceder que quien lo monopoliza utilice su bajo precio para eliminar a los productores que le compiten pero que no le trasfiera dicho precio menor al consumidor final o que solo lo haga de manera temporal o parcial, mientras consigue el monopolio. Que esto puede ser así lo explican los propios estudios del Ministerio de Agricultura de Colombia que analizaron lo ocurrido con las importaciones más baratas de la apertura, las cuales arruinaron a muchos colombianos pero no se convirtieron en alimentos más baratos para las gentes. En efecto, de acuerdo con lo que el mismo ministro de Agricultura, Andrés Felipe Arias, debió reconocer ante la Comisión Quinta del Senado el 11 de octubre de 2005,

“En la mayor parte de las cadenas analizadas en dicho estudio se encontró que no existe una relación entre los precios al productor y los precios al consumidor de bienes similares o derivados, o no lo hay entre el costo de importación y los precios al consumidor. Este es el caso, al menos, de las cadenas de carne de pollo, los huevos, la carne de cerdo, la leche, el arroz blanco y el azúcar”(7).

Además de las razones expuestas, también se configura como proditoria la decisión de Alvaro Uribe Vélez de firmar el TLC porque este viola, de manera por lo demás flagrante, el Artículo 65 de la Constitución Política de Colombia, que dice: “La producción de alimentos gozará de especial protección del Estado”, violación que se empeora por tener origen en que los alimentos estadounidenses se exportan al amparo de enormes subsidios estatales, configurando dumping, una especie de delito del comercio internacional que suele anticiparse a elevados incrementos en los precios una vez cumple con el propósito de eliminar a los competidores.

Notas:
1) Por efecto del TLCAN, el agricultor canadiense Percy Schmeiser fue condenado a cárcel luego de una acusación de Monsanto.
2) www.sac.org.co/pages/tlc/tlc.asp
3) En las cuentas de Garay da que el promedio 2001-2004 de los menores aranceles por Atpdea de los productos agropecuarios llega a 43,7 millones de dólares.
4) Lo importante es la agregación de valor, ¿Nos sirve el modelo brasileño?, Carta a Fedegan, edición especial sobre el TLC, sin fecha.
5) Sobre el agro el Plan Colombia señala: “En los últimos diez años, Colombia ha abierto su economía, tradicionalmente cerrada (...) el sector agropecuario ha sufrido graves impactos ya que la producción de algunos cereales tales como el trigo, el maíz, la cebada, y otros productos básicos como soya, algodón y sorgo...’


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