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¿Dónde está la desigualdad?

En los últimos días de 2005 y en los primeros de 2006, al calor de la campaña política, se ha desatado un intenso debate acerca de la iniquidad en la distribución del ingreso en Colombia y del reparto desigual de los incrementos del crecimiento económico. La discusión no es inane y puede convertirse en torneo de entelequias; y no es para menos: mientras el banco insignia del Grupo Empresarial Antioqueño gana un millón de dólares diarios, once millones de compatriotas viven con un dólar al día y el ingreso anual promedio de los colombianos sólo supera los dos mil dólares. ¡Peor imposible!

Dividendos de entidades del sector financiero, como los mencionados, pueden colocarlas en las listas de corporaciones privadas en Estados Unidos, como las de FORBES por ingresos netos, en puestos cercanos al número doscientos. Increíble que en un país del Sur, como el nuestro, haya consorcios que perciban réditos como si se desempeñaran en latitudes de abundancia como las del Norte. Si se miran las lonjas bursátiles, los proyectos de construcción, la intermediación bancaria, los planes viales, la deuda pública, las pensiones y la salud, el gran comercio, los contratos para seguridad y defensa, siempre ellos están recibiendo la parte del león. Existe un plan estatal preconcebido para que todos los días ingrese dinero a las arcas de dichos privilegiados cuyo único esfuerzo consiste en ampliarlas paulatinamente para dar cabida al inmenso caudal venido de innumerables negocios públicos y privados. Son los reyes Midas del neoliberalismo.

¿Es posible, sin modificar tal orden económico, alcanzar equidad social? ¿Es con el “efecto goteo”, por el que la riqueza escurre de Epulón a Lázaro, como se resolverá la injusticia? ¿Basta con entregar exenciones tributarias a los grandes grupos para que ellos las trasladen al resto a pro rata? ¿Es con la restricción del Estado a mínimas actividades de tutela jurídica y orden público como el mercado, con sus imperturbables leyes de oferta y demanda, se encarga del bienestar general?

La globalización y el neoliberalismo han traído dos grandes perversidades: la primera, en la que mayor énfasis se hace: el aumento de las distancias entre las potencias y las naciones pobres, incluyendo un retroceso en la curva del desarrollo para las de ingreso medio; y, la segunda, igualmente perjudicial y no tan difundida: el incremento de las desigualdades al interior de los países entre las elites y las demás clases sociales. Algo de esto se descubrió con vergüenza en Nueva Orleáns en el seno de la propia sociedad norteamericana a la sazón del huracán Katrina, y es lo mismo que brota cuando se conocen los estados de las finanzas de los cuatro dueños de Colombia, socios de Estados Unidos.

El Tratado de Libre Comercio ahonda los postulados neoliberales, los eleva a norma constitucional y les otorga carácter perenne. Es su mayor perfidia. Que la discusión en torno a las enormes diferencias sociales y económicas que dividen hoy a los colombianos comience por el rechazo general a la iniciativa imperial que las puede agrandar; nadie puede lamentar el patético cuadro social del país y, a la vez, avalar el TLC. Y, en segundo lugar, así como en la triunfante campaña presidencial de Clinton en 1992 en los Estados Unidos, cuando sus asesores ante lo obvio le prescribieron: “¡es la economía, estúpido!”, aquí y ahora se diga ante tanta evidencia que es la propia organización económica, la causa primera de la iniquidad, que las aberraciones de injusticia que se viven son expresiones de ella, que éstas no son el mal sino los dolorosos síntomas de un quebranto estructural que ha de corregirse de raíz, precisamente con un plan estatal contrario, al servicio de los sectores nacionales de la producción y del trabajo.


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