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Los perdedores

Por Gerardo Otero | 1 de enero 2024

Los perdedores

Cuando el presidente Carlos Salinas de Gortari propuso un tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá en 1991, una de las preguntas más urgentes era si el acuerdo le traería prosperidad a la mayoría de los mexicanos, y en especial a la clase trabajadora. El régimen priista prometía una “convergencia” entre las economías de México y Estados Unidos: en una conferencia dictada en el Massachusetts Institute of Technology en mayo de 1993, Salinas afirmaba que el objetivo fundamental del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) era reducir la brecha entre la calidad de vida de los mexicanos y aquélla de los estadunidenses. El problema, decían los críticos del tratado, era la posibilidad de que ocurriese lo contrario: que México jalara hacia abajo a Canadá y Estados Unidos.

Treinta años después de la firma del TLCAN, quisiera sugerir que la situación de las clases trabajadoras de los tres países es hoy en día peor que antes de 1994, por lo menos en términos relativos de poder frente al capital. Para explorar esta hipótesis, conviene prestar atención a indicadores cuantitativos que miden el desarrollo económico de los países, pero también aquellos que registran el devenir cotidiano de la economía de la gente de a pie. Mi discusión de estos datos tiene dos partes: en la primera, describo las desigualdades entre los tres países del TLCAN; en la segunda, analizo las desigualdades entre las clases sociales en el interior de cada país, con un enfoque especial en el caso de México. Mi conclusión, temo decirlo, es bastante sombría: si bien no podemos atribuir la totalidad del devenir de América del Norte al TLCAN, los números sugieren que la promesa de prosperidad que los proponentes del tratado pregonaban ha quedado incumplida.

Empecemos por esbozar un retrato de la desigualdad entre los tres países de América del Norte. Si comparamos la tasa de crecimiento del producto interno bruto (PIB) per cápita de Estados Unidos y Canadá a lo largo de las tres décadas que han transcurrido desde la firma del TLCAN, descubrimos que, si bien las economías de ambos países han tendido a crecer, la distancia entre ellas se ha ampliado con los años. México, por su parte, ha experimentado un relativo estancamiento y cada vez diverge más del nivel de vida de sus vecinos. En otras palabras: podemos observar una ralentización de la convergencia entre Canadá y Estados Unidos y una clara divergencia entre México y los otros dos países. Estas tendencias se aprecian claramente si comparamos la tasa de crecimiento del PIB per cápita de los tres países de la región con la del PIB per cápita promedio de todos los países del mundo. Veamos la gráfica que muestra estos datos en precios constantes de 2015.

Como podemos ver, en 1970 el PIB per cápita de México era levemente superior al del mundo. Para 2008, sin embargo, la cifra de México había caído por debajo del promedio global. Un corolario sorprendente —y contrario a lo que Salinas prometió en su conferencia en Massachusetts— es que el crecimiento del PIB per cápita de México fue mayor en el periodo de 1970 a 1993, antes del inicio del TLCAN, que en el periodo de 1994 a 2022.

Esta tendencia no es exclusiva de México. En el periodo pre-TLCAN, el crecimiento del PIB per cápita promedio del mundo (38 %) fue más lento que aquél del promedio de los tres países de América del Norte (49.3 %). Después de la firma del tratado, sin embargo, la tendencia se invirtió: mientras que durante el periodo entre 1994 y 2022 los tres países de América del Norte crecieron en promedio 33 %, el PIB per cápita promedio del mundo creció 68 % durante el mismo periodo. Esto significa que otras regiones del mundo han experimentado un crecimiento per cápita más acelerado que América del Norte. A China la he puesto por separado en la gráfica para resaltar el impacto desproporcionado del boom de su economía en el PIB per cápita promedio del mundo. Esta gráfica sugiere que el TLCAN no ha contribuido de forma tan significativa como algunos esperaban al crecimiento económico de los tres países.

Para apreciar cabalmente lo que estos números promedio significan, sin embargo, tenemos que desagregar los datos para determinar qué porcentaje del PIB de cada país le corresponde a la clase trabajadora (por concepto de compensación laboral) y qué porcentaje le corresponde al capital.

Al estudiar estos datos, a partir de la Federal Reserve Economic Database de Estados Unidos, vemos que la clase trabajadora de Canadá es la que capta el mayor porcentaje del PIB nacional en toda América del Norte. Desde la entrada en vigor del TLCAN, sin embargo, esta cifra ha experimentado una tendencia a la baja: mientras que en 1994 la clase trabajadora canadiense captaba el 72 % del PIB, para 2019 la cifra equivalente era de 65 %. Es decir: hoy los trabajadores canadienses captan 7 % menos de la riqueza de su país que antes de la firma del tratado. En contraste, y a pesar de su bajísimo nivel de sindicalización (por debajo del 6 % en el sector privado), el porcentaje del PIB estadunidense capturado por sus clases trabajadoras es el que se ha mantenido más estable desde 1994: 61 % en 1993 y 60 % en 2019. (La cifra llegó incluso al 64 % en los años noventa, pero luego cayó cinco puntos hacia el final del periodo estudiado). Finalmente, está el caso de México: el país norteamericano donde la clase trabajadora captura el porcentaje más bajo del PIB. En 1994 la cifra era de apenas 43 %; para 2019, se había desplomado hasta un 36 %.

Para entender mejor las implicaciones de estas cifras, echemos mano de uno de los trucos más confiables de las ciencias sociales: presentar los datos a partir de un índice. Digamos que en 1994 la proporción del PIB capturado por las clases trabajadoras de los tres países era de 100 puntos en nuestra nueva unidad de medida. Si en los años subsiguientes su captación del PIB supera 100, esto significa que la situación de la clase trabajadora con relación al capital ha mejorado; si la cifra declina, significa que ha empeorado. Como se menciona arriba, en los años inmediatos posteriores al TLCAN las clases trabajadoras estadunidenses experimentaron una leve subida, hasta llegar a captar un 5.3 % adicional del PIB en 2001 en comparación con 1994 (es decir: 105.3 puntos en nuestro índice). A partir de ese año, sin embargo, la compensación laboral en Estados Unidos comienza a declinar de nuevo, hasta llegar a 98.2 puntos de nuestro índice en 2019: casi 2 % menos que antes de la firma del tratado. A los asalariados canadienses les fue peor, pues para 2019 su captación del PIB había caído a 94.2 puntos en nuestro índice. En México, sin embargo, la tendencia a la baja fue mucho más grave: la compensación laboral cayó de 100 a 82.9 puntos de nuestro índice entre 1994 y 2019.

En resumen, en cuanto a captación del PIB, las clases trabajadoras de América del Norte estaban peor en 2019 que en 1994. Debe quedar claro que este es un asunto político tanto o más que económico: como sabemos desde la época de Karl Marx, y como el trabajo de pensadores contemporáneos como David Harvey nos han recordado, la clase que logra captar una mayor tajada del PIB no es aquella que contribuye más a la economía, sino aquella que detenta la propiedad de los medios de producción y tiene más poder.1 La captación relativa del PIB por parte de una u otra clase no sólo es el resultado de leyes económicas inmutables; es también el producto de las medidas con las que clases sociales específicas buscan proteger sus intereses. Por ejemplo: el TLCAN.2

Ahora bien: es importante aclarar que no podemos atribuirle la condición actual de las clases trabajadoras sólo al TLCAN. Cada Estado tiene que responder por su papel en el asunto, sobre todo en términos de la falta de regulación del sector privado y la introducción de protecciones para las clases trabajadoras. En el caso mexicano, la tecnocracia neoliberal de manera deliberada promovió al país como un paraíso de salarios bajos. Si bien muchos de estos tecnócratas esperaban que las clases trabajadoras mejoraran su posición de negociación frente al capital, el resultado fue lo contrario. A decir del investigador Armando Bartra, la consecuencia final del tratado fue que México perdió tanto su soberanía alimentaria (la capacidad de un país de producir la mayor parte de los alimentos que su población necesita) como su soberanía laboral (la capacidad de un país de garantizar que su gente tenga acceso a empleos con salarios dignos para que no se vean obligados a dejar sus lugares de origen en busca de oportunidades).3

El hecho es que en los primeros años del siglo XXI, como sugerí en un texto publicado en 2011, México expulsaba más migrantes en términos absolutos que países con poblaciones unas diez veces más grandes, como China o la India. Pero el modelo neoliberal mexicano, exportador de fuerza de trabajo barata, no se limita a la expulsión de migrantes. Como lo ha documentado Raúl Delgado Wise, se expresa también en la dominancia que adquirió la industria automotriz como principal generadora de divisas: casi 100 000 millones de dólares provienen de ella, mientras que las remesas superaron los 60 000 millones de dólares en 2022. Es decir: México exporta mano de obra barata tanto a través de la migración como de su explotación dentro del país con salarios que representan una pequeña fracción de lo que ganan sus vecinos del norte. Por si fuera poco, México también expulsa trabajadores altamente calificados. En 2019, el volumen de mexicanos con doctorado en Estados Unidos ascendió a 37 169, cifra que supera el número de miembros del Sistema Nacional de Investigadores. La pérdida de la soberanía laboral, entonces, ha minado las bases para un desarrollo con mayor productividad y prosperidad en el país.

En cuanto a la soberanía alimentaria, un concepto que ha causado controversia en el México de 2023, cabe hacer un par de precisiones. En su versión más sofisticada, la soberanía alimentaria no significa que el 100 % de los alimentos consumidos en el país tengan que producirse dentro del mismo: basta con que se produzca la mayor parte, sobre todo de los alimentos básicos, cuya fluctuación de precios tendría el mayor impacto en la población más vulnerable. Quienes proponen esta idea no rechazan el comercio internacional, sino que piensan que, cuando se trata de productos alimenticios, los países deberían priorizar la demanda interna. Los excedentes que quedan después de cumplir con esta demanda son exportables; lo que no se produzca internamente se puede importar, aunque estas importaciones no deberían exceder el 20 % del consumo interno del cultivo en cuestión.

Este enfoque en el análisis de la economía alimentaria ha vuelto a sonar en la esfera pública mexicana desde la elección en 2018 de Andrés Manuel López Obrador, pero tiene una larga historia en el país: en los años setenta México estuvo cerca de alcanzar la soberanía alimentaria —en gran parte gracias al el Sistema Alimentario Mexicano de la administración de José López Portillo— y logró sostenerla hasta las crisis económicas de fines de los años ochenta. El golpe de gracia para la soberanía alimentaria de México llegó en 1989, cuando Salinas abrió de manera unilateral el país al comercio internacional. Para cuando llegó el momento de negociar el TLCAN, su administración no tenía mucho que ofrecer. Como me dijo uno de los negociadores mexicanos: “Ya no teníamos canicas que cambiar”. Casi todos los sectores de la economía mexicana ya estaban abiertos. Los negociadores del tratado establecieron un periodo de transición, de duración variable por sectores o productos, para suavizar el impacto que la competencia con la agricultura industrializada —y altamente subsidiada— de Estados Unidos tendría para los productores y consumidores mexicanos de ciertos cultivos básicos, como el maíz. Pero la administración del presidente Ernesto Zedillo decidió eliminar estas protecciones en 1998, mucho antes de lo acordado.

El resultado fue que México se vio inundado de maíz amarillo estadunidense (México ha conservado su autosuficiencia en maíz blanco). El maíz amarillo —en su mayoría transgénico—se usa sobre todo como alimento para el ganado, así como materia prima para la producción de etanol y el jarabe de maíz de alta fructosa usado en muchos alimentos, en especial los refrescos. Por desgracia, en México también se ha mezclado maíz amarillo con blanco para producir tortillas. Esto resulta más barato, pero puede ser peligroso para la salud humana. Los estudios “científicos” que se han hecho en Estados Unidos y encuentran que estos cultivos son seguros para su consumo humano, la mayoría de ellos comisionados por la industria, son casi todos de corto plazo.

El consumo del maíz en Estados Unidos, además, es muy diferente al de México. Allá no se consumen grandes cantidades de maíz procesado mínimamente en productos como las tortillas. Entonces, la pregunta no es si México puede demostrar que el maíz transgénico es peligroso para el consumo humano. Por el contrario, los productores estadunidenses tendrían que probar que el consumo humano de largo plazo es inocuo, aún para las poblaciones vulnerables como las mujeres embarazadas, los fetos, los recién nacidos y los niños pequeños. No existen estudios de largo plazo, como lo ha demostrado en un metaanálisis de los estudios científicos el filósofo de la ciencia Sheldon Krimsky.4 Por lo demás, sí existe evidencia preocupante en estudios con animales, sobre todo del maíz Bt (modificado genéticamente para combatir ciertas plagas susceptibles al bacilus turingiensis). Se ha mostrado que este tipo de maíz transgénico puede causar problemas estomacales, un problema de salud cuya frecuencia ha aumentado desde los años noventa.5

Ahora que tenemos una idea sobre las desigualdades entre los países de América del Norte, pasemos a considerar las desigualdades entre las diversas clases sociales de cada uno de estos países. Podemos medir la desigualdad interclasista de varias formas. Para efectos de este texto, y basándome en mis investigaciones anteriores, he decidido usar dos tipos de medición. En primer lugar, podemos comparar los ingresos promedio de los hogares de los diferentes deciles dentro de los países. Los deciles de ingreso son una forma de dividir a una población en diez grupos iguales en función de sus ingresos, desde el 10 % que gana menos (el decil I) hasta el 10 % que gana más (el decil X). Esta división nos permite analizar la distribución de los ingresos en una sociedad y observar cómo se distribuyen los recursos económicos. En segundo lugar, podemos considerar la desigualdad del tipo de alimentos a los que tienen acceso los diferentes deciles de una sociedad. Es obvio que entre más dinero tenga una familia, puede comprar más y mejores alimentos.

Primero que nada, comparemos la estratificación económica de Estados Unidos y la de México en términos porcentuales (es decir: como fracciones de los ingresos del decil más rico en cada país). Para efectos de este ejercicio, digamos que el ingreso promedio del decil más adinerado equivale a 100 puntos. Este indicador nos puede servir como parámetro para medir el ingreso relativo de los deciles menos afluentes como porcentaje del ingreso de los más ricos. Tal vez parezca insólito que la estratificación de los dos países no es tan diferente como podríamos pensar, si bien los ingresos de los deciles en Estados Unidos son más elevados que sus correspondientes en México. Pero lo más asombroso es que, en ambos países, los hogares que ocupan los primeros siete deciles, el 70 % menos pudiente de la población, reciben retribuciones menores que el ingreso nacional promedio.6

Surge entonces una nueva pregunta: ¿cuáles son las consecuencias materiales —las alimentarias en particular— de la desigualdad entre los ingresos de los diversos estratos sociales de México y Estados Unidos? En los treinta años desde la firma del TLCAN, los tres países de Norteamérica han sido testigos de una diferenciación clasista de las dietas de sus habitantes. Las clases más afluentes han tenido una convergencia ascendente hacia un acceso cada vez mayor a alimentos de lujo cada vez más diversos. Por el contrario, las clases trabajadoras de los tres países están cada vez más expuestas a los alimentos hipercalóricos y desprovistos de nutrientes de lo que he llamado la “dieta neoliberal”.7 Aquí cabe aclarar que la división de los alimentos entre “básicos” y “de lujo” no implica que unos sean más nutritivos que los otros. El criterio para la clasificación es si el alimento en cuestión es económicamente accesible para la mayoría que cuenta con recursos escasos o medios. Por ejemplo, una cajita de moras azules frescas y orgánicas es un alimento de lujo; una caja de cereal azucarado con un puñado de moras azules deshidratadas no lo es. En México, entonces, las frutas y verduras frescas cuentan como alimentos de lujo, pues son cada vez menos accesibles, en gran parte debido a que un porcentaje cada vez mayor de las frutas y verduras que se producen en México es destinado a mercados de exportación. De esta forma, México exporta cantidades masivas de agua y mano de obra barata, a través de las frutas y verduras.

Pero entonces, ¿cómo afectó el TLCAN, y a partir de 2018 el T-MEC, a la cuestión alimentaria? Como información de contexto, veamos la gráfica de abajo que compara la oferta calórica promedio per cápita diaria de Norteamérica con el promedio mundial y el de China desde 1961, o sea, todos los datos que se encuentran en FAOSTAT.

Lo primero que observamos es que entre 1961 y 1981 la oferta de alimentos en México creció más rápido que la del mundo, llegando a sobrepasar a la de Canadá y acercándose mucho a la de Estados Unidos. Pero a mediados de los años ochenta del siglo XX, lo cual coincide con el vuelco neoliberal, la oferta en México se estancó: no volvió a alcanzar los niveles de 1981 sino hasta 2016. Surge aquí un gran enigma: ¿cómo es posible que, en este periodo de estancamiento en la ingesta calórica, México se volviera uno de los países más obesos del mundo? La respuesta es que no todas las calorías son iguales—unas vienen acompañadas de nutrientes y otras no— y que uno de los efectos del TLCAN fue una reducción importante en la calidad de las calorías al alcance de la mayoría de los mexicanos.

Los datos de la gráfica, sin embargo, son promedios nacionales. ¿Cómo se divide el total de calorías consumidas en cada país entre las clases sociales? Para responder a esta pregunta en el caso de México debemos atender dos factores: en primer lugar, cómo impacta la desigualdad de ingresos en la capacidad de compra de los alimentos y en segundo, cómo ha evolucionado “dependencia alimentaria” externa. A mayor dependencia de la importación o de la exportación de cultivos alimenticios, mayores pueden ser las fluctuaciones de los precios de la comida, pudiendo afectar gravemente a las familias más pobres.

Si bien existe una dependencia alimentaria “mutua” entre los tres países de América del Norte, se trata en realidad de una “dependencia desigual y combinada”: mientras que la dependencia de México en cultivos básicos como maíz y trigo representan más del 40 % del promedio de su ingesta diaria per cápita, en el caso de Estados Unidos y Canadá su dependencia podría ser de frutas o verduras que sólo contribuyen de 2 % a 3 % a dicho promedio. Por tanto, cualquier fluctuación sustancial en los precios de estos alimentos tienen un impacto muy diferenciado en cada país; mucho más grave en México.

En cuanto a la desigualdad de ingresos, veamos el ejemplo del gasto corriente monetario trimestral en alimentos del 2018, por deciles (así presenta los datos el Inegi, a partir de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares que se hace bianualmente).8 Tomo ese año por ser el último que antecede a la actual administración de López Obrador. El gasto alimentario total de los hogares del decil más pobre ascendía a $5102 pesos, mientras que el del 10 % más rico era de $22 365 pesos. Ahora bien, la proporción del presupuesto familiar que cada uno de estos deciles debía dedicar a los alimentos era de 50 % y 25 %, respectivamente. Con tal disparidad de montos relativos y absolutos, no sorprenderán tanto los siguientes datos acerca de cuánto gastaron las familias en cereales (básico) y frutas (lujo). Los más pobres gastaron $1110 pesos por trimestre en cereales, mientras que el gasto de los más afluentes fue de $1825 pesos —no hay tanta diferencia, puesto que se trata de productos básicos. Pero el gasto en frutas fue de $427 pesos para los más pobres comparado con $1391 pesos para los más ricos. Estas diferencias se replican en otros productos “de lujo” como las carnes, a no decir del pescado o el gasto de alimentos fuera del hogar.

Por su parte, la dependencia alimentaria puede aumentar la vulnerabilidad de los hogares de ingresos bajos o medios, y esto se exacerba en tiempos de crisis inflacionarias. Según la definición de la Organización para la Agricultura y la Alimentación de las Naciones Unidas un país está en una situación de dependencia alimentaria cuando tanto sus exportaciones como sus importaciones de un producto alimenticio exceden en 15 % la oferta doméstica del alimento en cuestión. Pero en nuestro análisis hemos adoptado un criterio más conservador, de 20 %.9

Todo eso está muy bien, pero ¿por qué importa la dependencia alimentaria? ¿No da lo mismo si un país produce sus propios alimentos o los importa de fuera? No, porque cuando un país exporta 20 % o más de su producción interna de un cultivo determinado, los precios domésticos de este producto tienden a converger con el “precio mundial”: si una compañía estadunidense está dispuesta a pagar más que un consumidor mexicano por una cajita de arándanos producidos en México, el precio de esa misma cajita en los mercados mexicanos tarde o temprano subirá hasta alcanzar el precio de exportación. De allí que el precio en el mercado interno de México de productos como el tequila, el mango, el tomate o el aguacate haya aumentado: el éxito en la exportación es un arma de doble filo. Algo similar sucede con la importación, pero de forma mucho más obvia: cuando aumentan los precios mundiales de productos importados, los precios domésticos también aumentan. Por eso México ha sufrido demasiado en las épocas de crisis inflacionaria de los alimentos, como la que se prolongó desde fines de 2007 a 2011 y la que hemos padecido desde 2021.

Hay que enfatizar que esta situación es algo reciente. En el México de 1981, la dependencia alimentaria en términos de exportación estaba acotada casi por completo a un número limitado de productos, entre ellos el tomate (las exportaciones mexicanas de tomate eran 50 % mayores que su oferta interna) y verduras (las exportaciones excedían a la oferta interna en 42 %). Para 2001, sin embargo, dicha dependencia exportadora se había expandido a las bebidas alcohólicas y a la cerveza (cuyas exportaciones excedían a la oferta interna en 24 %). Esta tendencia continuó a lo largo de las siguientes dos décadas: para 2021, las exportaciones mexicanas excedían a la oferta interna en 37 % en cerveza; 30 % en frutas; 78 % en tomate; 28 % en trigo y sus derivados; y 110 % en verduras. Es decir: México exportaba 10 % más verduras del total de las que consumía.

Algunos economistas neoliberales argumentan que la dependencia que acabo de describir no es un problema: la racionalidad impersonal de la mano invisible del mercado ha determinado que es más eficiente que México exporte estos productos a mercados donde el balance de la oferta y la demanda resulta en precios más atractivos. Es decir, México tendría que aprovechar sus “ventajas comparativas” y especializarse en aquello en lo que es más eficiente. Pero este argumento tropieza con un problema cuando consideramos que los principales agentes económicos —las agroempresas multinacionales y las cadenas de supermercados como Walmart— tienen “ventajas competitivas” que les permiten acaparar la compra y distribución, promover productos que bien se podrían llamar “chatarra”, etcétera. La “supermercadización” de la distribución alimentaria es notable, además de que ha sido casi monopolizada por Walmart. Antes de 1992, Walmart no existía en México. Para 2022, controlaba más del 64 % de la distribución de alimentos en supermercados, seguido a una gran distancia por Soriana con poco más del 16 %.

Entonces, el impacto en la salud y en la calidad de vida para la mayoría de los mexicanos de la parte hipercalórica y ultraprocesada de la “dieta neoliberal” (que también tiene su componente de lujo y nutritivo, pero reservado para los más pudientes) ha sido literalmente fatal: en 1980 la tasa de mortalidad por diabetes en México era de 2.18 muertes por cada 10 000 habitantes; para 2021, la cifra ascendía a 11 muertes por cada 10 000 habitantes. Muchos estudios científicos médicos han establecido una relación causal entre las diversas comorbilidades causadas por la obesidad y una enfermedad por covid más severa o letal.10 Por lo menos en parte, esto es lo que explica que a México le haya ido tan mal con la mortalidad en esta pandemia. Tal es la paradoja del libre comercio: la reorientación de la economía mexicana hacia los mercados internacionales, combinada con una profunda desigualdad en los ingresos y la riqueza, ha resultado en un crecimiento importante en la producción nacional de frutas y verduras, pero también ha convertido a esos mismos alimentos saludables en productos de lujo.

Como hemos visto, en los treinta años que han transcurrido desde la entrada en vigor del TLCAN las clases trabajadoras de América del Norte, y en particular las de México, han visto una reducción importante en la proporción del PIB de sus países que reciben como compensación de su trabajo. Un resultado es que los trabajadores del campo mexicano que producen las blueberries orgánicas que se venden en los supermercados de los barrios elegantes de Nueva York o Vancouver —los mismos que con frecuencia tienen que optar por cereales azucarados con moras deshidratadas— han disfrutado proporcionalmente menos de los beneficios del crecimiento económico que sus connacionales más afluentes, cuyos patrones de consumo alimentario pueden igualar o superar los de Nueva York o Vancouver. El golpe de gracia, por supuesto, es que en los años posteriores al TLCAN el crecimiento económico de América del Norte ha sido más lento que antes de la ratificación del tratado. Así es el capitalismo en su etapa neoliberal: un estancamiento en el crecimiento macroeconómico de toda una región se traduce en un incremento de más de 500 % en la tasa de mortalidad por diabetes.

¿Quiénes son, entonces, los perdedores del TLCAN? Las clases trabajadoras, sin duda. Su empobrecimiento relativo ha llevado a un aumento de la violencia y a que muchas personas tengan que sucumbir ante las posibilidades de empleo que ofrece el crimen organizado como opción laboral atractiva. Por tanto, también hemos perdido todos quienes vivimos en América del Norte. Habrá que exigirle al siguiente gobierno —que se configura como otro sexenio de Morena— un mayor avance en el combate a la pobreza y la reducción de la informalidad laboral y de la desigualdad como causas profundas también de la violencia. Se necesita ampliar de manera sustancial el puñado de cultivos básicos para los que se busca la autosuficiencia alimentaria. Hay que expandir el horizonte hacia la producción de frutas y hortalizas enfocadas al mercado doméstico para las mayorías. Eso redundaría en el acceso a una alimentación más saludable para la gente de México.11

Gerardo Otero
Profesor de Sociología y Estudios Internacionales en la Universidad Simon Fraiser de Canadá. Sus libros incluyen Neoliberalism Revisited: Economic Restructuring and Mexico’s Political Future (Westview 1996) y La dieta neoliberal: globalización y biotecnología agrícola en las Américas (Porrúa, 2014).

Notas

1 Véase: Harvey, D. Brief History of Neoliberalism, Oxford University Press, Oxford, 2005. Chancel, L.; Piketty, T.; Saez, E.; Zucman, G., y otros. World Inequality Report 2022, World Inequality Lab, 2022, wir2022.wid.world. Piketty, T. Capital in the Twenty-First Century. Traducido por Arthur Goldhammer. The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, MA., 2014.

2 Véase, por ejemplo: Pistor, K. The Code of Capital: How the Law Creates Wealth and Inequality, Princeton University Press, Estados Unidos, 2019.

3 Bartra, A. “Milpas airadas: Hacia la autosuficiencia alimentaria y la soberanía laboral”, en Otero, G. México en transición: globalismo neoliberal, Estado y sociedad civil, M. A. Porrúa, México, 2006, pp. 35-58.

4 Krimsky, S. GMOs Decoded: A Skeptic’s View of Genetically Modified Foods, MIT Press, Cambridge, MA, 2019.

5 Wise, T. A. Eating Tomorrow: Agribusiness, Family Farmers, and the Battle for the Future of Food, The New Press, Nueva York, 2019.

6 Cortés, F.; Valdés, S.; Pineda, R., y Carrasco, M. “La evolución de la pobreza en México, 2016-2022”, presentado en: XVI Diálogo por un México Social, Ciudad de México, 11 de octubre de 2023.

7 Para una discusión corta de este concepto, véase: Otero, G. “La Dieta Neoliberal/The Neoliberal Diet”, (Edición bilingüe/Bilingual edition). Introducción de Elena Reygadas. Cuadernos de cultura alimentaria, salud y medio ambiente #1, Rosetta, México, 2022. Para una discusión más exhaustiva, véase: Otero, G. The Neoliberal Diet: Healthy Profits, Unhealthy People, University of Texas Press, Austin, 2018.

8 Inegi. “Población en situación de pobreza por entidad federativa según grado, 2018, 2020 y 2022”, 2023.

9 La oferta doméstica de un producto se mide sumando el total de la producción nacional, el total de los inventarios del año anterior y el total de las importaciones, y luego se resta al resultado de esa suma el total de las exportaciones.

10 Véase: Otero, G. “Blaming the Victim or Structural Conditioning: COVID-19, Obesity and the Neoliberal Diet”, Journal of Agrarian Change, 2023, DOI: 10.1111/joac.12564.

11 Para una discusión de la respuesta del actual gobierno de México a la situación, véase: Delgado Wise, R. “La 4-T ante la reestructuración neoliberal en México”, Preprint, 2023, DOI: 10.13140/RG.2.2.34512.48649. Para una discusión de la respuesta del campesinado, véase: Otero, G., y Gürcan, E. C. Collective Empowerment in Latin America: Indigenous Peasant Movements and Political Transformation (en prensa), Routledge, Londres y Nueva York.


 source: Nexos