La idea del “comercio de servicios” es una creación artificial de fines de los años setenta y ochenta del siglo XX, destinada a someter el fenómeno social y público de los servicios a normas de comercio internacional que funcionen para las empresas. Las grandes corporaciones de servicios de la época —líneas aéreas, finanzas, telecomunicaciones, etcétera— desarrollaron y promovieron la idea mientras buscaban darle forma a una economía globalizada.
Se salieron con la suya con la ayuda del representante de Comercio estadunidense y los países ricos de la OCDE. EUA insistió en la negociación de nuevas normas que se volvieron parte de la Organización Mundial del Comercio (OMC). En enero de 1995 entró en vigor el Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (AGCS o GATS por sus siglas en inglés), en virtud del cual los países prometían crear mercados abiertos para sus servicios y habilitar el acceso a las empresas transnacionales (ETN). Esto supuso el abandono del apoyo a quienes prestaban servicios a sus comunidades locales y nacionales con fines económicos y/o sociales. Estados Unidos insistió en que el AGCS fuera aún más allá, y que abarcara todas las inversiones, pero India y Brasil se opusieron. El acuerdo terminó circunscrito sólo a las empresas de servicios.
El comercio internacional de servicios consiste en suministrar un servicio en el extranjero a los usuarios locales, sea mediante inversión extranjera o desde el otro lado de la frontera. La otra forma del suministro exterior de un servicio —las personas que viajan a otro país para prestar un servicio— se considera en el comercio sólo si eso implica la participación de élites, como los profesionales o ejecutivos que trabajan para las ETN. En teoría, la migración temporal que envía remesas también calificaría, pero en la práctica la cuestión se relega a ser un aspecto de la inmigración.
Con el tiempo, los servicios se volvieron la mayor parte de las economías de los países, y la mayor fuente de empleo. Están dominados por las corporaciones transnacionales que controlan la infraestructura de las finanzas, las comunicaciones, el transporte y, más recientemente, las tecnologías, y las plataformas e interfases digitales. Esas ETN son las beneficiarias de los compromisos de los gobiernos de liberalizar sus mercados en materia de comercio de servicios, además de eliminar las restricciones a la inversión extranjera y adoptar una regulación menos exigente.
Tanto el AGCS como los tratados de libre comercio (TLC) que lo ampliaron exigieron un replanteamiento fundamental de los servicios. El saneamiento, el turismo, la radiodifusión, las finanzas, el comercio minorista, las telecomunicaciones, el transporte, el entretenimiento, la salud, la educación, incluso los servicios jurídicos y de contabilidad, son una parte integral de la vida cotidiana de las personas. La gente no piensa en los servicios como mercancías que se compran y se venden en los mercados como una lata de sardinas. Los servicios son muy importantes como relaciones, fuentes de trabajo, transmisores de cultura, y bienes públicos que los gobiernos centrales y locales proveen para el bienestar de su población. Sin embargo, los acuerdos de comercio de servicios los reducen a productos básicos comerciables en mercados muy poco regulados.
Los acuerdos sobre el comercio de servicios no exigen formalmente a los países que privaticen sus servicios. La exigencia de ofrecer mercados competitivos que funcionen con criterios puramente comerciales y centrados en los beneficios, más las presiones para que los gobiernos reduzcan el tamaño, la capacidad y el costo del Estado, acaban consiguiendo de todos modos la liberalización. La reducción de las restricciones a la inversión extranjera y la renuncia al derecho de otorgar preferencias o apoyos a los proveedores de servicios nacionales permiten que las ETN saquen provecho.
La red de normas y obligaciones se ha ido ampliando a través de acuerdos y tratados de libre comercio bilaterales, regionales y mega regionales. El enfoque de la “lista positiva”, que permitía a los países cierto control para limitar la exposición a las normas, fue sustituido por listas negativas en las que los gobiernos tenían que declarar explícitamente qué medidas o sectores no estarían cubiertos por los acuerdos. Las listas negativas protegieron las normas para que las empresas pudieran utilizar nuevas tecnologías y servicios beneficiándose de estas normas. Los TLC también pueden limitar las opciones futuras, imponiendo un status quo que impide la adopción de normas más restrictivas para las empresas y un trinquete que bloquea automáticamente cualquier nueva liberalización.
En la actualidad, los nuevos acuerdos comerciales, como el acuerdo entre Estados Unidos, México y Canadá, el Acuerdo Integral y Progresivo para la Asociación Transpacífico y el acuerdo comercial entre Canadá y la UE, están añadiendo nuevas normas en el ámbito de las tecnologías digitales. Estas nuevas normas llevan diferentes nombres, ya que se refieren al "comercio electrónico", al "comercio digital" o a los "servicios digitales". Las más potentes están diseñadas para permitir a las grandes empresas tecnológicas operar a nivel mundial en una zona casi libre de regulaciones.
Empresas como Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft, Alibaba, Uber o Airbnb obtienen la mayor parte de sus beneficios procesando datos personales y vendiendo patrones de comportamiento humano generados por algoritmos. Los acuerdos comerciales les permiten afianzar este modelo de extracción de datos. Al aceptar estas normas, los Estados firmantes de donde se extraen los datos pierden el control sobre la información una vez que éstos son exportados. Tampoco pueden exigir que los datos se procesen y almacenen en su propio territorio. Esto significa que los datos sensibles, como aquellos relativos a la salud personal, pueden procesarse fuera del país de origen, eliminando importantes garantías para la ciudadanía. Además, las disposiciones sobre comercio digital recortan los ingresos de los gobiernos locales al eliminar los derechos de aduana sobre las transmisiones electrónicas (por ejemplo, correos electrónicos, programas informáticos, música o películas digitales); imponen la no divulgación de algoritmos y códigos fuente (incluso cuando hay riesgos de seguridad); y prohíben favorecer los contenidos o servicios digitales locales.
Las campañas populares internacionales para frenar el AGCS, el Acuerdo sobre el Comercio de Servicios y varios TLC han sido una espina constante en las negociaciones sobre el comercio de servicios. Han tenido mucho éxito. La filtración de documentos rompió el secreto de las negociaciones y obligó a los gobiernos a defenderse. Se evidenció cómo los países enriquecidos exigían a los países empobrecidos que abrieran el mercado del agua y otros servicios públicos a las empresas transnacionales. Los sindicatos se movilizaron a nivel nacional e internacional para defender los servicios públicos, ya sea en la educación, la sanidad, la administración local o el medio ambiente. Las confederaciones sindicales de sectores privados como la alimentación, el transporte, las finanzas, la minería o las comunicaciones, pusieron de manifiesto cómo la "servicificación" de sus sectores los sometía a las normas comerciales de las empresas. El activismo en ámbitos como la pobreza, los derechos de los Pueblos Indígenas, el consumo y la salud, entre otros, rompió las barreras para entrar en el debate sobre el "comercio". La formación activista fue enfocada para poder liderar los debates y obligar a los negociadores a defenderse, y explicar a las asambleas legislativas lo que estaba ocurriendo a sus espaldas.
A medida que las empresas siguen ideando nuevas formas de consolidar y ampliar su control sobre nuestras economías, puestos de trabajo, vidas y ecosistema, tenemos que actualizar nuestros conocimientos, replantear nuestras estrategias y renovar nuestra determinación. La pandemia por COVID-19 ha supuesto un nuevo reto y una oportunidad para replantear cómo pueden protegerse y desarrollarse servicios como la sanidad, la distribución de alimentos y el transporte en beneficio de las personas y no de las empresas.
Jane Kelsey, Profesora de derecho, Universidad de Auckland, contribuyó a este texto
Foto: Joint Base Elmendorf-Richardson / Public domain
última actualización: mayo de 2020